Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 1

NUESTRA LUCHA POR LA SUPERVIVENCIA


Capítulo 1: El inicio del caos

El Agustino - Lima
13 de octubre de 2035

La luna se alzaba en el cielo, iluminando tenuemente las calles de la ciudad con su resplandor pálido. Andy aceleraba su bicicleta, disfrutando del viento fresco de la noche mientras se dirigía a casa tras un día agotador en el trabajo. A sus 17 años, su vida se dividía entre los estudios universitarios y un empleo de medio tiempo para ayudar a su familia. Sin embargo, aquella noche, había algo distinto en el aire. Una extraña tensión flotaba en la ciudad, como un presagio de que algo terrible estaba por suceder.

En la esquina de una avenida poco transitada, Andy divisó una figura familiar. Un hombre robusto, de postura firme y mirada vigilante: Scot, un exmilitar convertido en oficial de policía. Scot había sido amigo de la familia desde hacía años y siempre se mostraba atento con Andy cuando lo veía pasar. Pero esta vez, el semblante del hombre reflejaba algo inusual: preocupación.

—¡Eh, Andy! —llamó el oficial alzando la mano para que se detuviera.

Andy frenó suavemente y dejó de manejar su bicicleta.

—Buenas noches, oficial. ¿Todo bien? Lo veo algo tenso.

Scot soltó un suspiro y se cruzó de brazos, mirando de reojo la calle desierta, como si esperara que algo emergiera de las sombras.

—No lo sé, muchacho. He estado recibiendo reportes extraños toda la tarde. Noticias sobre personas atacando a otras sin razón aparente, mordiéndolas... —su voz se hizo más grave—. Y lo peor es que los testigos dicen que los atacantes no reaccionaban a los disparos o golpes. Como si estuvieran enloquecidos o... muertos.

Andy frunció el ceño, un escalofrío recorrió su espalda.

—Eso suena... irreal. ¿Quizá sea algún tipo de droga nueva? He escuchado que algunas pueden hacer que la gente pierda la cabeza.

Scot negó con la cabeza, su expresión sombría no cambió.

—Eso pensé al principio. Pero esto no es como nada que haya visto antes. No quiero alarmarte, pero mantente alerta. Si ves algo raro, vete de inmediato y avísame. ¿Entendido?

Andy asintió lentamente, aunque en el fondo no creía del todo en la gravedad del asunto.

—Lo tendré en cuenta, Scot. Cuídese usted también.

El oficial le dedicó una última mirada seria antes de darle una palmada en el hombro. Andy arrancó su bicicleta y continuó su camino, pero ya no se sentía tan tranquilo. Algo dentro de él le decía que Scot no estaba exagerando.

La casa estaba en calma. Afuera, la brisa nocturna mecía suavemente las hojas del árbol que Andy siempre miraba desde la ventana de su cuarto. Las luces tenues del pasillo daban un brillo acogedor al hogar. Eran las 10:46 p.m., y Andy, ya en pijama, se encontraba sentado en el borde de su cama, con la mochila lista en una esquina, cargada de cuadernos nuevos y esperanzas aún más grandes.

Un par de golpecitos suaves en la puerta interrumpieron sus pensamientos.

—¿Se puede? —preguntó la voz cálida de su madre.

—Claro, mamá —respondió Andy con una sonrisa.

La puerta se abrió y ella entró primero, seguida de su padre. Ambos tenían el rostro iluminado por esa mezcla de orgullo, ternura y una pizca de nostalgia.

—Venimos a darte las buenas noches —dijo su papá, cerrando la puerta detrás de él.

Su madre se acercó y se sentó a su lado, mientras su padre se apoyaba en la pared, con los brazos cruzados y una sonrisa serena.

—No vamos a poder estar contigo mañana en la mañana —dijo ella acariciándole el cabello—. Tenemos esa reunión desde muy temprano… pero no queríamos que te fueras sin un abrazo ni unas palabras de amor.

Andy los miró, y por un instante, todo el ruido del mundo se desvaneció.

Su padre, Esteban, se acercó y lo abrazó fuerte, con ese tipo de abrazo que no necesita palabras para decir "estoy orgulloso de ti".

—Mañana es un gran día, hijo. La universidad no solo es el inicio de tus estudios… es el comienzo de una nueva etapa. Sé tú mismo, no tengas miedo de equivocarte. Te vas a sorprender de lo que eres capaz.

Luego su madre lo abrazó, suave pero con el alma entera.

—Tú siempre has sido nuestro orgullo, Andy —susurró junto a su oído—. Eres noble, valiente y tienes un corazón enorme. Pase lo que pase allá afuera, aquí siempre vas a tener un hogar… y dos personas que te aman con todo lo que son.

Andy sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, pero no eran de tristeza. Era un calor tan puro, tan lleno de sentido, que solo pudo asentir y sonreír.

—Gracias… por todo —murmuró—. Los amo mucho.

—Y nosotros a ti, campeón —dijeron al unísono.

Antes de salir, su mamá se volteó y le dijo:

—Cuando estés por entrar al aula mañana, respira hondo, levanta la cabeza… y recuerda que lo que llevas en el corazón vale más que cualquier título.

Su padre asintió con una media sonrisa.

—Haz que tu historia valga la pena, Andy. Nosotros creemos en ti.

La puerta se cerró suavemente. Andy se quedó unos minutos en silencio, mirando el techo, con una sonrisa tranquila. Sintió que esa noche no solo había recibido un abrazo… había recibido una bendición.

Y con eso en el pecho, durmió profundamente.

Sin embargo, el sueño le fue esquivo. Cada vez que cerraba los ojos, imaginaba rostros sin vida, gruñidos inhumanos y la voz de su madre llamándolo desde la oscuridad. Cuando el sol finalmente se alzó entre los edificios, Andy se convenció de que todo había sido su imaginación.

Se preparó para la universidad y Carla lo esperaba frente a su casa.

—¡Buenos días, dormilón! —dijo ella con una sonrisa cálida.

Andy intentó devolverle el gesto, pero su mente aún estaba nublada. —Buenos días, Carla. ¿Dormiste bien?

Ella lo miró con curiosidad. —Parece que tú no.

El transporte avanzaba con lentitud entre el bullicio de la ciudad. Era temprano, pero el sol ya se filtraba con fuerza entre los edificios, como si todo estuviera en orden. Andy miraba por la ventana en silencio, su mochila en las piernas, mientras Carla lo observaba de reojo.

—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja.

Andy asintió, pero se notaba tenso. Sus dedos apretaban una de las correas de su mochila como si le sostuviera el alma.

—No lo sé. Es... el primer día —murmuró—. Todo debería sentirse emocionante, pero tengo este nudo en el estómago. Como si algo... no encajara.

Carla no respondió. Ella también sentía algo raro en el ambiente, como si el aire mismo tuviera un peso distinto.

Al llegar a la universidad, el campus se extendía brillante y ruidoso como siempre, lleno de estudiantes nuevos, algunos riendo, otros corriendo para llegar a tiempo a sus clases. Pero algo no estaba bien. Andy lo notó en los rostros. Las miradas. Las conversaciones en susurros.

—¿Escuchas eso? —dijo Andy, deteniéndose.

Había un murmullo constante. No era típico del primer día. Era un murmullo nervioso, cortado por frases como “algo pasó en el laboratorio” o “nadie sabe qué está pasando”.

Entonces lo vieron. Cerca de la entrada del edificio de ciencias, Scot estaba discutiendo con un profesor. El rostro del hombre —pálido, cubierto de sudor— hablaba por sí solo. Algo serio, algo fuera de control.

Andy y Carla se acercaron justo a tiempo para oír al profesor decir, casi jadeando:

—Hay un estudiante... agresivo. Lo hemos encerrado en el laboratorio. No sabemos qué le pasa. Intentamos hablarle pero...

Se detuvo. Tragó saliva.

—No reacciona como una persona normal.

Un silencio denso los envolvió.

Andy sintió un escalofrío en la espalda. No era solo miedo, era una premonición. Como si ese momento marcara un antes y un después en su vida.

Siguieron al grupo en dirección al laboratorio. A medida que se acercaban, el ambiente cambiaba. La normalidad desaparecía. Un pasillo que solía ser ruidoso y lleno de movimiento ahora estaba vacío, desierto. Las paredes parecían más frías. Y entonces lo oyeron.

Golpes. Fuertes. Repetidos. Como si algo —o alguien— se lanzara contra la puerta.

Y gruñidos. No gemidos de dolor. Gruñidos animales, guturales.

La puerta del laboratorio estaba bloqueada con escritorios, sillas y una camilla de emergencia empotrada contra ella. Todo parecía improvisado… desesperado.

El profesor se acercó con voz temblorosa.

—Le administramos un sedante… no surtió efecto. Intentamos contenerlo, hablarle… pero nos atacó.

Andy dio un paso hacia atrás, con el corazón acelerado.

—¿Qué... qué tiene?

—No lo sabemos —dijo Scot, con la mandíbula apretada—. Pero si eso logra salir… no sé qué pueda pasar.

En ese instante, un golpe más fuerte sacudió la puerta. Algo dentro rugió con una furia que no era humana.

Scot sacó su arma y respiró hondo.

—Abran la puerta. Con cuidado.

Los muebles fueron retirados con esfuerzo, cada crujido resonando en el silencio tenso. La puerta se abrió de golpe. Un joven de rostro pálido y ojos vidriosos salió tambaleante, pero en cuanto vio a los presentes, soltó un fuerte gruñido y se lanzó sobre el profesor.

Los gritos llenaron el pasillo mientras el hombre caía al suelo, luchando desesperadamente. La sangre brotó cuando el estudiante le mordió el cuello con una fuerza bestial. Scot reaccionó disparando un tiro al aire. Pero la criatura ni siquiera se inmutó.

—¡Corran! —gritó el profesor antes de ser devorado.

La criatura, con los ojos vacíos y la mandíbula ensangrentada, se giró bruscamente, rugió y se lanzó hacia el muchacho. Andy sintió su cuerpo agarrotado, incapaz de dar un solo paso. No podía creer lo que estaba presenciando. Justo cuando la muerte parecía inevitable, un puño impactó con fuerza en el rostro del monstruo. Scot, con una rapidez impresionante, lo había golpeado, desviando su atención.

—¡Muévete, Andy! —rugió el oficial, sujetándolo de la muñeca y arrastrándolo hacia la salida.

Carla, con los ojos desorbitados por el pánico, corrió tras ellos. El zombi se tambaleó un instante, pero pronto recuperó el equilibrio y emitió un gruñido gutural antes de lanzarse en su persecución.

Andy, Carla y Scot huyeron por los pasillos mientras el caos se extendía. Estudiantes y profesores corrían en todas direcciones, algunos atacados por infectados que se multiplicaban rápidamente. Andy apenas podía creer lo que veía: su mundo, su rutina, su vida, cayendo en pedazos.

La entrada de la universidad estaba cerrada. Un candado oxidado bloqueaba la reja principal, y no había tiempo que perder. A lo lejos, como un trueno retumbando desde las sombras, se acercaba la horda.

—¡Carla, la llave! —gritó Scot, arrojándosela mientras giraba para cubrir su retaguardia.

Carla atrapó la llave, pero sus manos temblaban. El chirrido lejano de huesos arrastrándose contra el concreto crecía. Gritos distorsionados, húmedos, casi humanos, cruzaban el aire. Andy no dudó: se acercó a la puerta y la sostuvo con fuerza, mientras Carla luchaba por encajar la llave en la cerradura.

—¡Date prisa! ¡Ya vienen! —soltó Andy entre dientes, con las venas marcadas en el cuello por el esfuerzo.

Scot, detrás, disparaba a ciegas por entre los barrotes. Cada bala era un rugido que arrancaba ecos metálicos en la calle desierta. Uno cayó. Otro tambaleó… pero los demás seguían avanzando, como si la muerte ya no los detuviera.

—¡No encaja! ¡No gira! —Carla jadeó. Sus dedos sangraban al frotar con fuerza el metal, desesperada.

Andy dejó de empujar y se inclinó. —¡Déjame! ¡Dame espacio! —tomó la llave, la giró con rabia. Click. Un sonido seco, casi inaudible, pero definitivo.

—¡ENTREN! —rugió.

Carla fue la primera en pasar. Andy empujó a Scot, que retrocedía aún disparando. La sombra de los infectados ya se deslizaba por la esquina. Pero justo cuando Andy cruzó el umbral, un zombi se lanzó sobre la reja con tanta fuerza que la dobló.

Carla se giró, sacó una linterna de su mochila y la encendió, cegando momentáneamente al infectado. Andy aprovechó, cerró la puerta con un golpe brutal y le echó el cerrojo.

Ellos se subieron a la patrulla de Scot. Desde la ventana, Andy observó la universidad consumida por el horror. Scot pisó el acelerador y salieron a toda velocidad.

—¡Dios mío… esto es real! —murmuró Carla, temblando.

Andy se inclinó hacia adelante, entre los asientos delanteros. Su voz fue firme, aunque sus manos sudaban.

—Scot, ve a mi casa. ¡Está a solo diez minutos de aquí!

—¿¡Qué!? —gritó Carla—. ¿No deberíamos ir a una estación de policía o algo?

—¡Tengo herramientas, víveres, linternas, incluso un generador viejo que todavía funciona! Mi abuelo era carpintero, dejó un montón de cosas útiles en el garaje. ¡Podemos atrincherarnos ahí si es necesario!

Carla lo miró, aún dudando, pero otro grito desgarrador a lo lejos la hizo asentir sin decir nada más.

Scot dudó un segundo. Otro zombi se estampó contra la patrulla, y él volvió a acelerar.

—¡Está bien, nos dirigimos a tu casa! —respondió con los dientes apretados.

—¿Y tus padres? —preguntó Carla con preocupación.

Andy bajó la mirada un instante, con la respiración entrecortada. Luego alzó la voz, quebrada por el pánico:

—Mis padres… se fueron a una reunión esta mañana… ¡Estoy solo! —tragó saliva, sus ojos se llenaron de angustia—. ¡Pero está bien, está bien! Eso es mejor, ¿entienden? ¡No hay nadie más que pueda salir lastimado! ¡Confíen en mí, por favor!

Su voz tembló al final, como si una parte de él aún no creyera lo que estaba viviendo. Pero no había tiempo para dudar.

Por las calles, el caos reinaba. Gritos de terror se mezclaban con el estruendo de pisadas apresuradas y llantos desesperados. La gente corría sin rumbo, empujándose unos a otros en un intento frenético por escapar de lo imposible. Todo había cambiado en un instante. Lo que antes era una ciudad bulliciosa ahora se había convertido en un infierno desatado, donde la muerte acechaba en cada sombra y el aire olía a sangre y desesperación.

La casa de Andy no estaba lejos, apenas a unas pocas calles de distancia. Pero con el caos desatado a su alrededor, cada metro se sentía como un abismo, cada sombra ocultaba una amenaza, y el tiempo jugaba en su contra.

El motor de la moto rugía con furia mientras avanzaban por las calles sumidas en el caos. Andy apretaba los dientes, aferrándose con fuerza a Scot mientras Carla se sujetaba detrás de él, su respiración agitada contra su espalda. La universidad había sido un infierno, pero...

Las luces de la moto iluminaban un paisaje de pesadilla: autos destrozados con puertas abiertas, cuerpos inertes esparcidos por el asfalto y figuras tambaleantes que emergían de la oscuridad con movimientos espasmódicos. El eco de gritos desgarradores se mezclaba con el chirrido de alarmas lejanas y el estruendo de explosiones que iluminaban el horizonte.

—¡¿Cuánto falta?! —gritó Carla, su voz temblorosa sobre el rugido del motor.

Andy miró el camino, tratando de ubicarse en medio del desastre. Sus nudillos estaban blancos por la presión con la que se aferraba.

—¡Siete minutos! ¡Si seguimos así, siete minutos!

—¡No sé si tengamos siete minutos! —espetó Scot, acelerando mientras una horda emergía de un callejón, tropezando sobre los escombros, con sus rostros putrefactos retorcidos en hambre.

Andy tragó saliva. A medida que avanzaban, la ciudad se desmoronaba a su alrededor. Un edificio en llamas se derrumbó a lo lejos, el estruendo sacudiendo el suelo. Un auto sin control se estrelló contra un poste, y del interior salió una mujer cubierta de sangre, gritando… hasta que algo la arrastró de vuelta.

Los zombis estaban por todas partes.

—¡Mierda, mierda, mierda! —Carla cerró los ojos cuando Scot zigzagueó entre cuerpos destrozados en la calle, evitando el choque por centímetros.

De repente, algo se lanzó contra ellos desde un costado. Scot giró bruscamente, y la moto derrapó. Andy sintió cómo el suelo le golpeaba el costado, el mundo girando a su alrededor mientras el rechinar de los neumáticos y el crujido de metal llenaban el aire.

El dolor explotó en su cuerpo, pero no había tiempo para eso. Andy se arrastró sobre el pavimento, buscando a Carla y a Scot entre el polvo y los restos de la moto destrozada. Su respiración era errática, y su corazón martillaba en su pecho.

Entonces, un gruñido gutural rasgó el aire.

Andy levantó la vista y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. A pocos metros de él, una criatura de ojos vacíos y mandíbula desencajada avanzaba tambaleante, con la piel desgarrada y las manos extendidas como garras. Estaba demasiado cerca.

Él intentó retroceder, pero su cuerpo adolorido apenas respondía. La criatura se lanzó hacia él con un chillido desgarrador.

Un disparo le atravesó el cráneo, haciéndolo tambalear.

Otro disparo destrozó su mandíbula, pero el monstruo siguió moviéndose.

El tercer tiro finalmente lo derribó. El cadáver inerte cayó pesadamente junto a Andy, dejando tras de sí un charco de sangre oscura.

—¡Levántate! —rugió Scot, extendiéndole la mano.

Andy la tomó sin pensarlo y, con un esfuerzo, se puso de pie. Carla apareció a su lado, tambaleándose. No había tiempo para procesar lo sucedido.

Con el sonido de más gruñidos a la distancia, los tres echaron a correr. La casa de Andy no estaba lejos, pero el camino parecía interminable en medio del caos. Finalmente, tras esquivar escombros y evitar a más infectados, llegaron a su destino.

Andy sacó las llaves con manos temblorosas y abrió la puerta de un tirón.

Una vez dentro, aseguraron puertas y ventanas con manos temblorosas. Los latidos de sus corazones resonaban en sus oídos, como un recordatorio constante de la violencia que se desataba afuera. Intentaban procesar lo que acababa de ocurrir, pero el miedo seguía acechando, envolviéndolos en una neblina espesa de incertidumbre.

Fue entonces cuando el teléfono de Andy sonó. Un sonido agudo que cortó el aire, como una alarma en medio del caos.

Con el pulso acelerado, contestó sin pensarlo.

—¡¿Mamá?! ¡¿Papá?! —su voz temblaba, aunque intentaba aferrarse a la esperanza.

La voz de su madre estalló del otro lado de la línea, rota, desgarrada por el miedo.

—¡Andy! ¡Escúchame! —su madre jadeó, y el sonido de su respiración agitada le erizó la piel—. ¡No salgas de la casa! ¡Por favor! ¡Nos están atacando, están por todas partes, hijo, no sabemos cuánto tiempo más…!

De repente, la voz de su padre irrumpió, distorsionada por el pánico.

—¡Dios, están entrando! ¡Carmen, corre, no podemos…! —se oyó un sonido estruendoso, como si una puerta fuera derribada—. ¡Andy, hijo, escucha! ¡Escucha, tienes que…!

Un grito desgarrador de su madre cortó las palabras de su padre. El sonido de cristales rotos, rugidos inhumanos y golpes feroces llenó la llamada, tragándose sus palabras.

—¡NO! ¡MAMÁ! ¡PAPÁ! —Andy gritó, sintiendo cómo el terror lo paralizaba, como si su garganta se hubiera cerrado por completo.

Su madre sollozó al otro lado, su voz entrecortada, como si estuviera perdiendo la capacidad de respirar.

—A-Andy… por favor, corre… hijo… corre… —su voz se apagó entre sollozos.

Un rugido espantoso llenó la línea, seguido por un grito ahogado de su padre, un golpe seco, y luego… silencio.

El teléfono zumbó, cortando la llamada en medio de los últimos ecos de desesperación.

Andy quedó paralizado. Sus manos temblaban tanto que el teléfono se deslizaba de entre sus dedos. El dolor, el vacío, lo invadieron como un torrente incontrolable. Finalmente, su cuerpo se desplomó de rodillas.

Carla se quedó inmóvil. Su pecho subía y bajaba rápidamente. No sabía si acercarse, si hablar, si gritar. Su corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Lo que habían vivido en la universidad, los gritos, la sangre, las criaturas… Las calles invadidas por cuerpos que se movían como bestias. Todo se agolpó en su cabeza de golpe.

Ella miró alrededor. Fotos familiares colgadas en las paredes, una lámpara encendida, el aroma a madera. Era como si el horror no pudiera entrar allí… pero ya estaba dentro. Estaba dentro de Andy. Y dentro de ella también.

Scot, observando la devastación en sus ojos, le puso una mano en el hombro, pero no había palabras que pudieran hacerle frente a esa angustia que lo consumía.

En menos de una hora, su vida se había desmoronado en pedazos. Y lo peor de todo, aún no podía comprender que lo peor, aquello que había temido más que nada, estaba recién comenzando.

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