Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 70
Capítulo 70: Camino al último refugio
La caravana avanzaba lentamente por la antigua carretera central, ahora reducida a un camino gris, rodeado de silencio. Lo que alguna vez fue una arteria viva del país, rebosante de bocinas, buses y comerciantes, ahora era un sendero espectral, cubierto de polvo, maleza, y autos oxidados abandonados al borde.
Una bruma perpetua cubría los cerros. La neblina parecía estancada desde que el mundo colapsó.
Las ruedas de los camiones crujían, los pasos de los civiles eran como suspiros apagados. Nadie hablaba muy alto. Como si alzar la voz pudiera despertar algo. Pero el peligro, por primera vez en semanas, no venía. No había infectados. No había disparos. Solo el eco del fin.
En la cabina del vehículo principal, Andy, Carla, Scot, Tomás y Fernando iban juntos, observando el trayecto. Era un silencio incómodo al principio. Hasta que Andy lo rompió.
—Dijiste que teníamos que llegar al refugio principal… pero ¿qué queda de Perú, Fernando?
Fernando cerró los ojos. Luego, con un tono firme pero apagado, comenzó:
—Ya nada. Cada región… cayó. Cusco, Iquitos, Arequipa, Puno, Trujillo… todas. Incluso Tacna, la más fortificada… fue tomada por completo hace una semana. El último mensaje que recibimos fue de un grupo en Piura. Después… silencio absoluto.
—¿Y el extranjero? —preguntó Carla con voz temblorosa.
Fernando la miró.
—Peor. Lo que ocurrió aquí… no fue solo aquí. Esto fue global. Estados Unidos cerró sus fronteras… luego se dividieron en colonias militares. España y Francia entraron en guerra interna. África quedó incomunicada. China… desapareció. Nadie responde ya. Nadie.
Andy tragó saliva.
—¿Y qué fue lo que inició todo? —insistió—. Aún no lo sabemos. Ni el “día cero”, ni el paciente cero…
Fernando dudó. Pero finalmente habló.
—La verdad… es que los altos mandos tampoco lo sabían del todo. La primera mutación masiva se detectó en la Amazonía. Pero no fue por mordidas. Fue por… exposición. Un equipo de geólogos encontró una cueva sellada desde hacía miles de años. Había cadáveres allí dentro… humanos deformes. Con restos de virus fosilizado. Al parecer, al abrir la cueva…
—Liberaron algo que debía seguir enterrado —completó Scot.
—Exacto —asintió Fernando—. Pero al principio no se propagaba tan rápido. Solo enfermos, alucinaciones, agresividad… luego mutó. En semanas, pasó de ser un brote a una pandemia. Los gobiernos mintieron. Dijeron que era una gripe. Hasta que ya era tarde. Cuando llegaron los primeros zombis, ya había ciudades enteras infectadas.
—Y nadie dijo nada —susurró Tomás.
—El caos empezó cuando quisieron evacuar a las grandes capitales —continuó Fernando—. Lima fue una de las últimas. El Callao fue arrasado. La Costa Verde fue usada como fosa común. El Congreso cayó. El presidente se suicidó en cadena nacional.
Carla se tapó la boca. Andy sintió un nudo en el estómago.
—Entonces… —dijo lentamente— ya no hay un país. Ni una república. Solo… grupos de gente sobreviviendo.
—La Unidad Centinela —dijo Fernando— fue uno de los últimos proyectos de defensa. Se formó con militares, médicos, científicos. Su misión era simple: preservar lo que quedara de conocimiento, coordinar refugios y… buscar una cura. El refugio al que vamos… es su última base activa.
Un silencio helado envolvió la cabina.
—¿Hay alguna pista de la cura? —preguntó Carla en voz baja.
Fernando negó con la cabeza.
—No hay cura. Pero… sí hay algo más.
—¿Qué?
Fernando sacó una libreta vieja y la puso sobre el tablero. En ella, dibujos, fórmulas y estructuras celulares estaban anotadas a mano.
—Hace meses, uno de nuestros científicos desapareció tras enviar esto. Él aseguraba que el virus… no es natural. Que fue modificado. Que alguien lo… “ajustó”. Como si hubiera sido creado para resistir los tratamientos tradicionales. Una bioarma. Pero no tenemos pruebas. Y el doctor… nunca regresó.
Andy hojeó la libreta. Había palabras subrayadas como “neuroadaptabilidad”, “simbiosis parcial” y “fusión genómica”.
—Esto es ingeniería genética —dijo Scot, sorprendido—. A muy alto nivel.
—Sí —asintió Fernando—. Y por eso creemos que puede haber más detrás. Quizá… no fue un accidente. Quizá alguien quiso que esto ocurriera.
En eso, Carla habló con tono pensativo:
—Ahora que lo recuerdo… yo también conocí a un científico en San Juan de Lurigancho. Decía que conocía "la verdadera naturaleza del virus".
Fernando se quedó paralizado. Sus ojos se abrieron con asombro, y por un instante, incluso pareció contener la respiración.
—¿Qué dijiste...? —murmuró, incrédulo—. Carla, eso que acabas de decir es... es demasiado importante. Tu información podría cambiarlo todo. Necesitamos que—
—¡Ustedes dos! —gritó de pronto un soldado que apareció en la entrada del vehículo—. ¡Tenemos que bajar ya! La base está justo delante.
Fernando apretó los labios, aún procesando lo que acababa de oír. Miró a Carla con urgencia.
—Hablarás más de eso cuando lleguemos a la base principal. Prométemelo.
Carla asintió en silencio, mientras ambos se preparaban para descender.
Esa noche, acamparon en los restos de una estación de servicio abandonada. Los vehículos formaban un círculo defensivo. Fogatas discretas alumbraban los rostros cansados. Se distribuían raciones. Algunos niños jugaban con piedritas. Otros simplemente miraban el cielo.
Tomás tocaba una melodía suave en una guitarra rota. Carla dibujaba en un cuaderno. Andy hablaba con un grupo de adolescentes sobre cómo usar un cuchillo si era necesario.
Scot compartía historias de su tiempo como policía antes del colapso.
Fernando, en cambio, se mantenía apartado, leyendo documentos bajo una linterna.
En un momento, Andy se acercó a él.
—¿Tú qué piensas? ¿De todo esto?
Fernando lo miró. Por primera vez, sin dureza.
—Pienso que nos aferramos a la idea de que la humanidad es lo que recordamos… cuando en realidad… ya no lo es. El mundo que conocimos murió. Pero tal vez… nosotros no tenemos que morir con él.
Andy se sentó a su lado.
—¿Crees que haya un “después”?
—No lo sé. Pero si vamos a vivir… tiene que valer la pena. Tiene que haber algo más que solo sobrevivir.
Al día siguiente, reanudaron el viaje. La ruta era cada vez más vacía. A veces encontraban cadáveres en la carretera. Otras veces, mensajes escritos en muros: “Sálvense”, “Ya no queda nadie”, “Dios nos abandonó”. Pero el grupo no se detenía. Como un río silencioso, fluían hacia lo desconocido.
En un punto, Andy subió a lo alto de una loma y vio el mar. El océano estaba más oscuro que antes. Como si también él estuviera enfermo.
Carla se paró a su lado.
—¿Sabes qué extraño? —dijo ella—. El ruido de la ciudad. El tráfico. El sonido de una licuadora. Las mañanas normales.
Andy sonrió.
—Yo extraño las discusiones tontas. Pelear con mamá porque no quería apagar el PlayStation. Esas cosas que uno no valora… hasta que se apagan.
—¿Crees que podamos tener algo así otra vez?
—No igual. Pero algo… parecido. Si no por nosotros… por ellos —dijo, señalando a los niños.
Ella lo abrazó. Y por unos segundos, el apocalipsis se detuvo.
Al final del día, vieron una estructura en el horizonte. Alta. Rodeada de torres. Antenas. Luces.
El Refugio Principal de la Unidad Centinela.
Andy apretó la mano de Carla. Scot levantó el puño en señal de victoria. Tomás bajó la cabeza, con una oración muda en los labios.
Fernando suspiró. Habían llegado.
Y entonces, Andy murmuró:
—Si este es el final del mundo… entonces al menos llegamos juntos.
Carla respondió:
—No es el final. Es la parte donde empezamos a reconstruir.
Y detrás de ellos, una caravana entera avanzaba… sin saber lo que el mañana traía.
Pero con la certeza de que, al menos por ahora, seguían vivos.
Seguían siendo humanos.
Seguían siendo los que quedan.
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