Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 59


Capítulo 59: El refugio de la sangre santa

El segundo día comenzó sin luz, sin sol y sin sentido del tiempo.

Tomás caminó por calles que ya no reconocía. El asfalto estaba cuarteado como piel reseca, y la niebla era tan espesa que lo obligaba a palpar las paredes para no perderse. Todo estaba en ruinas: cables colgando como lianas, postes eléctricos inclinados como árboles muertos. No quedaban casas enteras. Solo cadáveres putrefactos y silencio. La ciudad se deshacía en sus manos.

Pero lo que más le afectaba era el olor. No era solo el de la podredumbre, sino un aroma químico, dulzón, que se le pegaba a la garganta. Sabía lo que era: el gas Ω-4, el mismo que años atrás ayudó a aprobar en el Congreso. “Una medida extrema para una crisis extrema”, había dicho entonces.

Ahora, lo asfixiaba.

A lo lejos, entre la niebla, las campanas comenzaron a sonar.

No eran metálicas. Eran huecas, sucias. Sonaban como advertencias hechas por manos temblorosas. Y sin embargo, cada toque tenía un ritmo. Como si alguien estuviera orquestando una ceremonia.

Fue entonces cuando lo vio: una figura inmóvil en medio del humo blanco. Estaba de pie, mirando hacia él. No hablaba. Solo esperaba. Y detrás de esa figura, la fachada de una iglesia cubierta por el musgo y los años emergía como un monstruo dormido.

Tomás reconoció el lugar al instante.

El Templo de la Sangre Santa.

—No puede ser… —susurró, y sus palabras se ahogaron en el aire denso.

Ese templo había sido un punto clave en su proyecto de comunidad. Ahí se reunían antes del colapso: vecinos, voluntarios, pastores, médicos. Incluso él y su esposa habían dado discursos allí. Hablaban de reconstrucción. De solidaridad. De esperanza.

Ahora, el templo parecía tragado por la propia fe que un día predicaron.

La figura que lo esperaba no se movió hasta que Tomás cruzó la reja oxidada. Entonces dio un paso hacia adelante. La campana en su cuello tintineó suavemente.

—Tomás —dijo la voz—. Has regresado al paraíso.

Y entonces lo vio con claridad.

El Pastor Elías.

Vestía una túnica blanca, pero ya no era sagrada: estaba manchada de sangre, tierra y humedad. Su rostro había cambiado. No por los años, sino por otra cosa. Sus ojos brillaban con una intensidad casi inhumana. Su piel, estirada, parecía al borde de quebrarse.

Pero su voz era la misma de antes.

—Sabía que volverías —murmuró—. El Juicio te llamaría de regreso.

Tomás dio un paso atrás.

—¿Qué le hiciste a esta gente?

—Yo no hice nada. Dios lo hizo. Y tú también, Tomás. Todos lo hicimos.

Elías se acercó. No con violencia, sino con ternura. Abrió los brazos como si quisiera abrazarlo.

—Te perdono.

Tomás no respondió.

—Pero la sangre exige justicia. Y el alma, purificación.

Las campanas sonaron otra vez. Más cerca. Más numerosas.

Cuatro figuras salieron de los muros de la iglesia. Vestían túnicas similares a la de Elías, pero más gastadas. Llevaban vendas en los ojos. Cada uno tenía una campana pequeña colgando del cuello, y una jeringa en la mano.

Tomás intentó retroceder.

Demasiado tarde.

Uno de ellos le inyectó algo en el cuello. Un líquido espeso, ardiente.

La niebla se volvió negra.


Despertó en la oscuridad.

Una celda subterránea, húmeda, apenas iluminada por un hueco en la pared. Las paredes eran de barro, y olían a moho y desesperación. Sus muñecas estaban libres, pero la puerta estaba sellada con tablones clavados desde afuera.

Había ruidos. Lejanos. Voces susurrando oraciones deformadas.

Y algo más.

Un llanto.

Un niño. En algún lugar más allá del muro.

—¿Luciana…? —susurró.

Se arrastró hasta la grieta, pero no había nadie. Solo más oscuridad.

Comenzó a escribir en su cuaderno, con la última hoja que le quedaba:

“Día 2 en San Luis. El templo aún existe. Pero ya no es casa de Dios. Es una prisión de fe. Elías… no está cuerdo. Pero me perdonó. ¿Por qué? ¿Qué espera de mí?
Y esa voz… ese llanto… ¿será mi hija?
No puedo rendirme. Aún no.”

Horas después, Elías bajó.

Se sentó frente a la celda. No llevaba escolta.

—¿Sabes, Tomás? Tú y yo no somos tan distintos. Tú fundaste una república de razones. Yo, un reino de fe. Ambos quisimos salvar al mundo. Y ambos lo destruimos.

Tomás no respondió.

—La diferencia —continuó Elías— es que yo acepté mi castigo. Tú aún huyes del tuyo.

Se levantó. Dio media vuelta.

—Prepárate, hermano. La purificación comenzará pronto.

Las campanas volvieron a sonar, como si cada tañido marcara la cuenta regresiva de un sacrificio.

Tomás cerró los ojos.

Sabía que no podía quedarse ahí mucho tiempo.

Pero tampoco podía escapar por la fuerza.

Tenía que entender la fe de Elías para romperla desde dentro.

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