Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 68


Capítulo 68: Memorias del Encierro

El eco de los pasos en el pasillo subterráneo retumbaba como un corazón desbocado. El concreto húmedo, agrietado y frío parecía contener respiraciones, susurros… y fantasmas. Andy caminaba en silencio, seguido por Carla y Scot. Los tres llevaban los hombros cargados por la guerra, pero nada los preparaba para lo que estaban a punto de enfrentar.

Detrás de una puerta oxidada, lo esperaban respuestas. Y un rostro que no habían olvidado.

Andy dudó antes de entrar. Recordaba las últimas palabras que Tomás les dijo aquella vez en El Agustino, cuando huyeron del caos.

—“Este es el final del camino para mi… Estoy roto. Vacío...”
Y luego, se fue. Sin mirar atrás.

Los había dejado solos.

Carla abrió la puerta. Dentro, el ambiente era tenue. Una lámpara colgaba del techo, lanzando luz amarilla sobre el rostro de Tomás, quien estaba sentado, sereno, las manos cruzadas sobre las rodillas. No llevaba uniforme. No llevaba armas. Solo su piel curtida por la culpa y la experiencia.

Andy sintió un nudo en la garganta.

—Tomás… —murmuró.

—Vaya… —dijo Tomás, esbozando una media sonrisa—. Pensé que no vendrían.

Carla cruzó los brazos. Scot se apoyó en la pared, con la mandíbula apretada.

Andy fue directo:

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Dejarlos, dices? —Tomás suspiró, mirando al suelo—. Porque… no podía cargar con ustedes. Ni conmigo. Me sentía como un cadáver que caminaba. No tenía nada que ofrecerles.

Y cada día desde entonces me lo he reprochado. Pero si no hubiera huido… jamás habría entendido lo que entendí.

Carla lo miraba en silencio. Su expresión era dura, pero sus ojos temblaban.

—¿Qué te pasó? ¿Dónde estuviste?

Tomás tardó en responder. Luego, levantó la mirada, con una sombra en los ojos.

—Después de dejar El Agustino, caminé durante días. Con el único propósito de buscar algo que me ayudara a encontrar a mi familia. Cada día sentía un vacío mayor en mi corazón. Me escondí en sótanos, túneles, iglesias vacías. Hasta que lo encontré a él… o tal vez él me encontró a mí: Elías. El pastor.

Andy palideció. Había oído rumores de aquel nombre en varias zonas. Un fanático. Un enfermo.

Tomás prosiguió, su voz temblando al principio, pero ganando firmeza con cada palabra.

—Vivía con un grupo de niños en lo que alguna vez fue un monasterio. Todos lo llamaban “Padre Elías”. Tenía libros. Comida. Rutinas. Pero también tenía fuego… fuego para los pecadores.

—¿Qué hacían allí? —preguntó Carla, casi en un susurro.

—Oraban. Se confesaban. Se arrodillaban ante altares de piedra mientras afuera los zombis caminaban. Pero los verdaderos monstruos… estaban adentro. Elías decía que el virus era el castigo de Dios, que los adultos contaminaban el mundo. Solo los niños eran “puros”. Y los infectados… eran ofrecidos en sacrificio.

Scot bajó la mirada.

—Vi… cómo quemaban a una madre frente a su hija. Vi cómo rezaban mientras lo hacían. Y no hice nada. No los salvé. No fui valiente. Solo… observé. Como un cobarde. Hasta que me tocó a mí.

—¿Qué hiciste? —preguntó Andy.

—Vi a una mujer embarazada llegar. Lloraba. Pedía ayuda. Elías ordenó dejarla afuera… dijo que su hijo no era bendito. Esa noche… me quebré.

Tomás tragó saliva. Su voz se volvió grave.

—Entré al templo mientras dormían. Encendí las cortinas. Las mantas. La biblioteca. El fuego lo consumió todo. Salí con tres niños. Solo tres. Corrimos durante días. Uno murió en mis brazos por fiebre. Los otros dos… los traje aquí.

Andy, Carla y Scot estaban en silencio. El aire era espeso.

—Así que sí… me fui porque estaba roto. Pero regresé porque entendí algo.

Tomás se puso de pie. Se acercó a ellos, con lágrimas contenidas en los ojos.

—El mundo ya se acabó, Andy. Pero nosotros… todavía decidimos quiénes somos en medio de sus cenizas.


Luego de varios minutos, el trío estaba en silencio en el campamento improvisado del refugio. algunos soldados custodiaban el perímetro. Pero ese rincón, ese momento, les pertenecía solo a ellos.

Andy se puso de pie lentamente. Se acercó a Scot con pasos firmes, aunque aún tambaleantes por el shock. Carla lo siguió. Ambos se detuvieron frente al oficial, y Andy fue el primero en hablar.

Scot... gracias no es suficiente. —Sus ojos se humedecieron, pero no bajó la mirada—. Tú no solo te enfrentaste a la muerte por nosotros… tú nos enseñaste a pelearla, a no rendirnos. Cuando todos corrían, tú te quedaste. Nos diste una oportunidad. Nos diste esperanza.

Carla tragó saliva. Sus labios temblaron antes de poder decir algo. Luego, con la voz rota pero firme, añadió:

—Tú te convertiste en mucho más que un protector. Te convertiste en... familia. Y eso no se olvida. Jamás. Si tú hubieras muerto allá afuera, una parte de nosotros también se habría ido contigo. Pero aquí estás. Y no sabes cuánto vale eso para nosotros.

Scot los miró en silencio. Respiró hondo. Sus ojos, que siempre parecían de acero, brillaron con una emoción contenida. Entonces Andy dio un paso más, y con la voz serena, dijo:

Tú no solo salvaste nuestras vidas, Scot. Salvaste quiénes somos. Porque hoy... somos distintos. Más fuertes. Más humanos. Y eso es gracias a ti.

Carla asintió y puso una mano sobre el hombro de Scot.

—Y si algún día te toca volver a hacer una locura como esa... —esbozó una sonrisa—, te prometo que esta vez no huiremos sin ti.

Los tres se abrazaron. En silencio. Sin necesidad de más palabras.

En medio del fin del mundo, ese momento fue un milagro.

Horas después, en la sala de mando del refugio, los mapas cubrían la mesa como un rompecabezas incompleto. Fernando trazaba rutas, señalaba puntos vulnerables, anotaba cifras de víveres. Su rostro era de piedra, pero sus ojos delataban el peso del mundo sobre sus hombros.

Tomás entró, sin anunciarse.

—Necesito hablar contigo —dijo, con tono calmo pero firme.

Fernando levantó la vista.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que piensas hacer con esta comunidad.

Fernando soltó el bolígrafo. No con fastidio. Con respeto.

—Salvarla —respondió, sin rodeos—. Cada alma. Cada niño, cada anciano. No pienso dejar a nadie atrás.

Tomás lo miró, sorprendido por la claridad de esa respuesta.

—Entonces… ¿vas a arriesgarlo todo?

—No es un riesgo —contestó Fernando, con la seriedad de quien ha tomado una decisión irreversible—. Es lo correcto. Ellos no son peso. Son propósito. Y si vamos a resistir este infierno… será con ellos, no sin ellos.

Tomás se acercó y puso una mano sobre el mapa.

—Fernando… eso que acabas de decir puede cambiarlo todo. Tú tienes el equipo, los recursos. Pero si lideras desde la compasión, no solo desde la estrategia… la gente te va a seguir hasta el fin del mundo.

Fernando bajó la mirada un instante, pensativo.

—No soy un líder de discursos, Tomás. Solo soy un hombre que ha visto demasiadas ciudades caer. Esta vez… no dejaré que pase otra vez.

Carla entró en ese momento. Había escuchado suficiente.

—Entonces empecemos —dijo—. Juntemos a todos. Organicemos patrullas. Formemos caravanas. Este no es solo un refugio. Es el corazón de lo que queda. Y si late fuerte… otros vendrán.

Fernando la miró, luego miró a Tomás.

—Vamos a necesitar cada vehículo. Cada brazo dispuesto. Cada gramo de esperanza.

Tomás asintió.

—La tienes.

Fernando respiró hondo, luego tomó el transmisor de radio.

Y con voz firme, dijo la frase que quedaría marcada en la historia del refugio:

—“No vamos a sobrevivir dividiendo a los fuertes de los débiles. Vamos a sobrevivir… porque nadie se queda atrás.”

La sala quedó en silencio un segundo.

Después, todos se pusieron en marcha.


Esa noche, el viento arrastraba polvo sobre los techos del refugio. La comunidad dormía. Los niños que Tomás salvó contaban historias a la luz de una linterna. Andy, Carla y Scot miraban el techo, recordando lo que habían perdido.

Y también, por primera vez en mucho tiempo, lo que aún podían salvar.

La guerra no había terminado.

Pero el alma de los vivos todavía ardía.

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