Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 69
Capítulo 69: Somos los que quedan...
La madrugada caía como un sudario sobre las calles de Lima devastada. En los rincones oscuros del distrito, los ladridos se extinguían, los pájaros habían dejado de cantar hacía semanas… y lo único que aún respiraba era el miedo.
Andy se sentó en el borde del tejado, con el vendaje cubriendo su ojo izquierdo. Sentía el latido en su sien, como un tambor que nunca se callaba. Carla dormía unos metros más atrás, apoyada en una bolsa de dormir, mientras Scot mantenía vigilancia con un fusil apoyado en las rodillas.
Pero Andy no podía dormir. Porque lo que había visto en Comas… no lo dejaba en paz.
Había luchado. Había huido. Había matado. Pero eso… eso no.
Aquel zombi no era normal.
Recordaba la noche en que Cain, el asesino tatuado con mirada de acero, los había salvado en el último momento. Un zombi de al menos dos metros, con músculos marcados y piel enrojecida, se había lanzado contra ellos con una gran velocidad. No gruñía: rugía como una bestia. Tenía garras, y una mirada… consciente.
Cain lo había derribado con un esfuerzo y habilidad increíble. Pero incluso mientras moría, el ser seguía avanzando como si no sintiera dolor.
Andy nunca olvidó cómo quedó el piso luego de que cayó: quemado, húmedo, como si ese monstruo hubiera estado hirviendo por dentro.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Tomás, apareciendo junto a él, con una taza humeante.
Andy no respondió al principio. Luego susurró:
—En Comas… en ese zombi. Era más que un infectado. Y no es el único.
Tomás suspiró. Su voz sonó más grave que nunca.
—No lo es. En la iglesia, antes de quemarla, vi algo parecido. Elías… el pastor… él se inyectó algo. Un líquido espeso, verde oscuro. Dijo que era “el don divino”. Y cambió… su cuerpo resistía el fuego. Peleó contra cuatro hombres a la vez. Rompía huesos con las manos.
Andy lo miró, sorprendido.
—¿Y sobrevivió?
—No, yo lo maté… pero no fue fácil. Fue un infierno. Sentía que en cualquier momento iba a morir. Estaba paralizado de miedo, temblando… enfrentarme a él fue como mirar a la muerte a los ojos.
Se hizo un silencio largo.
—Esto ya no es solo un virus, ¿verdad? —preguntó Andy.
—No —respondió Tomás—. Es algo más. Algo que muta. Que evoluciona. Y si no lo detenemos ahora… no habrá ningún refugio que nos salve.
Horas después, en la sala de mando improvisada del distrito, el ambiente era tenso pero determinado. Las luces parpadeaban sobre los mapas extendidos, cubiertos de marcas rojas. Las zonas seguras eran escasas. El cerco de la infección se cerraba sin pausa. Y aun así, algo se había decidido.
Carla, Scot y los demás líderes se reunieron en torno a la mesa central. No hubo gritos, ni desacuerdos. Solo un pacto silencioso.
Cada persona contaba.
Cada vida valía.
Era lo que quedaba del mundo.
—Vamos a sacarlos a todos —dijo Scot, con voz firme.
—No importa cuánto cueste —añadió Carla—. No podemos dejar a nadie atrás.
Fernando, con la mirada clavada en el mapa, respiró hondo. Su voz fue clara, casi solemne.
—No somos soldados salvando civiles —dijo—. Somos humanos salvando lo que queda de nosotros mismos.
Y esa frase quedó. Retumbó en la sala. Se repitió por la radio. Se pintó en muros agrietados. Se convirtió en emblema.
Los equipos se movilizaron como una sola unidad. Se trazaron rutas, se reconfiguraron vehículos, se improvisaron camillas y transportes. Quienes podían caminar, ayudaban a quienes no. Quienes sabían conducir, se ofrecieron como escoltas. Quienes alguna vez fueron rivales, ahora compartían agua, gasolina y esperanza.
En medio del caos, la humanidad brillaba.
Desde la plaza central partieron en columnas organizadas, avanzando como una sola comunidad. Ancianos, niños, soldados, médicos, músicos, maestros… todos unidos. No eran refugiados. Eran sobrevivientes.
Mientras el sol nacía sobre los edificios desgastados, el éxodo comenzó.
Y aunque el mundo caía a pedazos, ellos marchaban hacia adelante, decididos a salvar lo que quedaba.
Porque si algo habían aprendido en esta catástrofe, era esto:
No se trata solo de sobrevivir. Se trata de no olvidar quiénes somos.
El plan se activó esa misma tarde. Andy, con Carla a su lado, lideraba una de las unidades de vigilancia. Scot organizaba los puntos de evacuación. Fernando usó la radio para coordinar con el Refugio Central, al otro lado del río Rímac. Se enviaron mensajes codificados. Se pidieron vehículos, apoyo aéreo y escolta armada.
Las horas pasaron como segundos.
Y entonces, al caer la noche… la caravana se puso en marcha.
Muchas personas caminaron por las avenidas rotas. Niños cargados en mochilas. Personas con muletas. Madres llevando bolsas de comida sobre sus cabezas. Camiones oxidándose avanzaban entre ellos. En lo alto, el helicóptero de Fernando sobrevolaba lentamente, iluminando el camino con su reflector.
Andy, aún con la venda en su ojo, observaba el horizonte desde la parte trasera de una camioneta.
El distrito quedaba atrás.
Las ruinas.
El miedo.
La oscuridad.
Y sin embargo, allí estaba él. Con vida. Con esperanza. Con ellos.
Carla se acercó y le apretó la mano. Scot caminaba delante con un niño en brazos.
Tomás, montado en una motocicleta, tenía una expresión de alivio entre el polvo.
Y en lo alto, el cielo se abría ligeramente, mostrando un puñado de estrellas que aún resistían el smog del fin del mundo.
Andy cerró los ojos. Luego los abrió y murmuró:
—No somos la cura. Pero tal vez seamos… la última versión del ser humano que aún puede amar.
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