Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 67


Capítulo 67: Tierras del olvido

El helicóptero sobrevolaba los restos fragmentados de lo que alguna vez fue el distrito de San Luis, un lugar que antes solo era una mancha urbana más, rodeado por avenidas atestadas y mercados desbordados. Pero lo que vieron desde el aire no era lo que esperaban.

Andy, aún adolorido, se inclinó hacia la ventana del helicóptero. Lo que captó su atención no fueron escombros ni oscuridad… sino color.

—¿Están viendo eso…? —murmuró, sin parpadear.

Carla se apoyó junto a él. Scot se incorporó también.

—Mira los muros —dijo Carla, señalando—. Murales… ¿recién pintados?

Efectivamente. En algunas fachadas rotas, manchadas de humo y tiempo, había dibujos humanos. Manos alzadas. Rostros con flores en vez de ojos. Palomas. Símbolos de esperanza. Algunos murales tenían palabras: “Resistir es vivir”, “Los muertos no cultivan”, “Aquí florece la rabia”.

Pero no era solo arte. En los techos de ciertos edificios había pequeñas zonas de cultivo: lechugas, papas, incluso árboles frutales que parecían jóvenes. Había movimiento. Figuras humanas, minúsculas desde el aire, caminando con organización, sin pánico. Algunos cargaban herramientas. Otros, armas.

Fernando frunció el ceño. Se acercó al piloto.

—Disminuye la altitud. Vamos a bajar, pero lentamente. No quiero arriesgarme a un ataque sorpresa.

El piloto obedeció. El helicóptero comenzó su descenso con un zumbido grave que rompía el aire quieto de San Luis.

Andy sentía un nudo en el estómago. Algo no cuadraba. ¿Cómo podía haber tanta organización aquí? ¿Cómo habían sobrevivido tanto tiempo, tan cerca del corazón del infierno?

Desde uno de los edificios más altos, una silueta observaba todo. Era Tomás.

Sus ojos no se apartaban del helicóptero. Había sobrevivido a la traición de Mark, al fuego cruzado en San Luis, y ahora se había convertido en una figura central en esta nueva comunidad. Llevaba una chaqueta militar sobre el torso y una bufanda gris cubriendo parte de su rostro. En su espalda colgaba un rifle de francotirador, pero sus manos estaban vacías. Quietas.

Un niño de unos diez años subió corriendo las escaleras del edificio y llegó hasta él, jadeando.

—¡Tomás… hay un helicóptero! ¡Vienen… vienen bajando! —dijo el niño, con los ojos bien abiertos.

Tomás no respondió de inmediato. Sus ojos seguían fijos en el cielo. Respiró hondo, como si midiera el aire, la tensión, la historia.

—¿Hay disparos? —preguntó finalmente.

—No… solo bajan.

Tomás apretó los labios. Podía dar la orden. Podía pedir fuego, activar los puestos en los tejados, movilizar a los suyos. Pero no lo hizo.

—Dile a Ángela que active el protocolo de recepción. Pero con cautela. Si disparan… respondemos.

El niño asintió y bajó corriendo por las escaleras.

Tomás siguió mirando. No con miedo. Sino con una duda muy humana: ¿Será esto el fin de nuestra paz… o el comienzo de otra guerra?


En tierra firme, el helicóptero tocó el suelo de una cancha amplia, cubierta de tierra endurecida. En los bordes, varias barricadas improvisadas, hechas de autos volcados y madera reforzada. Los soldados de Fernando descendieron primero, en formación.

—Despejado —informó uno, con la mirada atenta.

Andy, Carla y Scot bajaron después. La luz del sol era pálida, pero suficiente para notar que había ojos observándolos desde ventanas, desde grietas, desde rendijas entre tablones.

Y entonces, aparecieron.

Un grupo de personas se acercó caminando lentamente desde el límite de la cancha. Unos diez civiles, armados pero no amenazantes. Entre ellos, una mujer de cabello blanco recogido en una trenza: Ángela. Llevaba un bastón, pero caminaba con firmeza.

—No todos los días aterriza un helicóptero aquí —dijo, deteniéndose a unos metros de Fernando.

—No todos los días se ve una comunidad viva —respondió Fernando, bajando el arma.

Ángela observó al grupo. Sus ojos pasaron por Andy, por Carla, por Scot… y se detuvieron un segundo más sobre Andy. Notó su parche. Su expresión cansada. Su juventud.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Supervivientes —dijo Carla, adelantándose—. De El Agustino. Hemos pasado por todo tipo de infiernos.

Ángela frunció el ceño, sin bajar la guardia. Detrás de ella, más figuras aparecían. Mujeres. Jóvenes. Ancianos. Incluso algunos perros bien alimentados. Andy notó que todos estaban… limpios. No perfectamente, pero sí lejos del estado salvaje que él recordaba de otros grupos.

—¿Cómo han sobrevivido tanto? —preguntó Scot, aún con el fusil colgado al hombro.

—Organización —dijo una voz detrás del grupo.

Tomás apareció. Bajaba de un muro de ladrillos como si descendiera de un pedestal. Andy lo reconoció al instante. Su cuerpo se tensó.

—Tomás… —susurró.

—Andy. Me alegra que sigas vivo.

Carla se acercó unos pasos. No sabía si abrazarlo o apuntarle.

—¿Eres tú quien dirige esto?

—Lo comparto con Ángela. Con todos. Aquí no hay caudillos. Solo resistencia.

Fernando observó todo en silencio. Tomó nota mental de cada estructura, cada punto de vigilancia, cada línea eléctrica improvisada. Esta no era una comunidad cualquiera. Era una base estratégica.

—¿Por qué no han pedido ayuda? —preguntó Fernando.

—Porque no confiamos en quien bajó los brazos cuando todo ardía —respondió Tomás, seco—. Nosotros no esperamos señales. Nosotros fuimos la señal.

Andy lo miró con algo más que respeto. Era… admiración contenida.

La tensión se mantuvo un momento más. Hasta que Ángela levantó la mano.

—Están cansados. Heridos. Bienvenidos, entonces… a Javier Prado.

El nombre sonó como un poema. Una promesa.

Andy miró a su alrededor. Por primera vez en semanas, no sentía el sabor del miedo en la garganta. Por primera vez… se permitió una pequeña esperanza.

Pero en lo profundo, algo seguía rugiendo. Los muertos aún caminaban.

Y aún no sabían lo que acechaba desde las sombras.

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