Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 62


Capítulo 62: Debate entre dioses

El día siguiente amaneció con un nuevo ritual.

Pero algo había cambiado.

El silencio habitual del santuario estaba ahora atravesado por murmullos, como si las paredes mismas empezaran a hablar. Tomás sentía que los ojos blancos de los monjes se deslizaban con más juicio que antes, como si adivinaran que algo dentro de él se había roto… o despertado.

La transmisión de la radio no había durado más de diez segundos, pero algo en esa voz —humana, urgente, real— le había recordado que existía otro mundo fuera de las sombras y del incienso. Un mundo que no exigía sumisión, sino resistencia.

Y ese simple recuerdo bastó para encender la chispa de la duda.


La aparición de las "Figuras"

Esa noche, Tomás soñó con una sala colosal sin paredes ni techo, como un anfiteatro tallado en la oscuridad del cosmos. Estaba de pie sobre una plataforma flotante, y a su alrededor, siete tronos vacíos giraban lentamente en el vacío.

Uno a uno, fueron ocupados por figuras descomunales, hechas de símbolos, de conceptos.

—Yo soy la Ciencia —dijo una voz que no tenía boca, solo una cabeza repleta de engranajes.

—Y yo, la Fe —susurró una mujer cubierta de velos, con un corazón que palpitaba fuera de su pecho.

—Yo soy el Dolor que purifica.

—Yo, el Amor que pudre.

—Yo, el Orden.

—Yo, la Libertad.

La última figura no habló.

Solo lo miró.

Tenía el rostro de Luciana, pero sus ojos eran galaxias colapsadas.

—Tú has bebido la Sangre del Silencio —dijeron al unísono todas las entidades—. Pero aún no has elegido tu dios.

Tomás quiso gritar. Pero su voz era solo un eco sin dueño.

Entonces, empezó el debate.

—El caos de este mundo es el resultado de la ignorancia —dijo la figura de engranajes—. Las plagas, los colapsos, los zombis que devoran el mundo... todo es una consecuencia del error humano. Pero puede corregirse. Puede aislarse, controlarse, curarse.

Su mano se alzó, y ante los ojos del protagonista se formó una visión: Javier Prado… o lo que quedaba de él.

Ya no era la urbanización impecable que alguna vez brilló con orgullo. Las murallas exteriores, corroídas por el tiempo y los ataques, estaban remendadas con placas metálicas oxidadas y barricadas improvisadas. El domo que la protegía resplandecía con parpadeos irregulares, agrietado en algunas secciones, como si el mismo cielo intentara quebrarlo. Las calles, alguna vez limpias, ahora mostraban cicatrices de fuego, sangre seca y huellas de una guerra constante.

Y sin embargo… seguían allí.

Entre las ruinas, hombres, mujeres y hasta niños se movían con determinación. Reparaban lo que podían, entrenaban, patrullaban, cuidaban a los suyos. En cada esquina se alzaban torres improvisadas, centinelas armados con lo que tuvieran a la mano, vigilando el horizonte. En los muros se leían mensajes pintados a mano: "No pasarán", "Somos los últimos, y no caeremos", "Aquí vive la resistencia".

El dios habló, su voz resonando como un eco profundo en la mente del protagonista:

Miran al abismo cada día... y aún así no se rinden. El virus los rodea, intenta quebrarlos desde dentro... pero luchan. Se aferran a su humanidad con dientes y garras. Aún no han perdido la batalla... y mientras ellos resistan, hay esperanza.

—Allí, la razón reina. Allí hay futuro.

—¿Futuro? —se burló la figura velada—. ¿Y quién te dijo que lo necesitamos?
Con un solo gesto, convirtió la imagen en una iglesia ardiendo.
—Este mundo fue castigado por su arrogancia. Solo aceptando el sufrimiento como ofrenda podemos redimirnos. No curamos la infección. La abrazamos.
—¿Y Luciana? —preguntó Tomás, por fin encontrando su voz.
—Ella está más cerca de la verdad que tú —dijo la figura—. Y tú estás cerca de alcanzarla… si sangras lo suficiente.

La figura silenciosa al fin habló. Su voz era un canto infantil, y cada palabra dejaba un rastro de ceniza en el aire.

—Papá… ¿por qué me abandonaste?

Tomás cayó de rodillas. Lloró.

—¡No lo hice! ¡Yo… yo no pude…! Estaba todo colapsando, era de noche, yo...

Pero la figura no replicó.

Solo señaló un camino.

Un puente de huesos que se extendía en el vacío hacia un horizonte rojo.

Las entidades comenzaron a gritar. A desmembrarse unas a otras. A intercambiar partes, mezclarse, fundirse en una orgía de contradicciones.

El Dolor le entregaba un cuchillo a la Libertad.

El Amor se colgaba del cuello de la Ciencia.

La Fe se besaba con el Odio.

Y en el centro, Tomás gritaba.

Pero nadie escuchaba.

Fue entonces cuando una voz se filtró, como un susurro dentro del cráneo:

—Tienes que elegir quién quieres ser antes de elegir a quién quieres salvar.

El sueño estalló en luz.

Tomás se despertó gritando, empapado en sudor. A su lado, un nuevo poema.

A veces, el alma necesita romperse
para que el dios correcto entre.

No todos los dioses son reales.
Pero todos te pueden destruir.

Se levantó.

Esa mañana, durante las tareas, se acercó al joven monje que solía dejarle los poemas. Lo tomó del brazo, con una súplica muda.

—¿Luciana está aquí?

El joven bajó la mirada.

—Ella… fue elegida. Es una de las Voces. Pero su cuerpo… no está entero.

Tomás lo soltó. Sintió el peso de mil cadenas invisibles sobre su espalda.

Esa misma noche, mientras limpiaba los altares, robó un mapa del santuario y escondió un puñal ceremonial bajo su túnica. Decidió huir. No podía seguir viviendo entre los muertos.

Sabía que lo buscarían. Sabía que no tenía garantías de llegar a Javier Prado. Pero si la voz en la radio era real… si Luciana estaba allá, o podía ser salvada aún…

Entonces valía la pena morir intentándolo.

Los dioses discuten.
Pero el alma decide.

Si quieres salvarme,
deja de rezar.

Corre.

Tomás esperó hasta la tercera vigilia.

Y huyó.

El pasillo se alargaba como una garganta devoradora. Pero esta vez, no tuvo miedo.

Porque ahora tenía un propósito.

Porque ahora sabía algo que antes no entendía:

No todos los que rezan son santos.
Y no todos los que sangran están perdidos.

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