Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 61
Capítulo 61: La Comunión del Dolor
El amanecer no llegó.
No al menos como Tomás lo conocía.
No hubo sol, ni canto de aves, ni claridad. Solo una penumbra perpetua, como si el cielo hubiera sido cubierto por un manto de ceniza.
Despertó en una habitación distinta, circular, sin ventanas, sin puerta visible. Las paredes estaban cubiertas por un tejido de piel cosida con hilos oscuros, y al centro del techo colgaba una lámpara hecha con huesos de manos entrelazadas.
Sus ropas habían sido cambiadas.
Ahora vestía una túnica blanca, con un círculo rojo en el pecho, cosido con torpeza.
En un rincón, un cuenco humeaba con hierbas.
Tomás intentó incorporarse. Un dolor punzante le atravesó la nuca. Como si le hubieran inyectado fuego en la base del cráneo.
Y entonces, entró una figura.
Era una mujer alta, de piel ceniza, ojos completamente blancos y labios cosidos. Llevaba una campana colgando del cuello. No habló. No necesitó hacerlo. En su mirada estaba escrito el mensaje: Es hora.
Lo llevaron descalzo por un corredor sinuoso, donde el suelo era de tierra mojada y el aire olía a incienso mezclado con óxido.
Los muros estaban cubiertos por pinturas: escenas de sacrificios, de niños flotando en el aire, de hombres sin rostro adorando una luna ensangrentada.
Cada paso que daba lo sentía como un descenso más profundo en la locura.
Y sin embargo… parte de él comenzaba a adaptarse.
Había una lógica extraña en todo esto. Un orden propio. El mundo exterior era un caos disfrazado de ciencia. Pero aquí, incluso la locura tenía estructura.
Al fondo del corredor, una puerta de hierro oxidado se abrió con un chirrido que parecía un grito contenido.
Adentro, el Ritual de la Comunión lo esperaba.
Había una docena de personas alrededor de una mesa circular, cada una con una máscara distinta: de animales, de santos, de demonios.
Elías presidía la ceremonia, vestido con una capa roja que arrastraba por el suelo. En su mano, una copa de piedra. En la otra, un cuchillo ceremonial.
Tomás fue conducido al centro del círculo. Todos cantaban en una lengua irreconocible, pero los sonidos le eran inquietantemente familiares, como si los hubiese escuchado en sueños de fiebre.
—Hoy, nuestro hermano Tomás —dijo Elías, alzando la copa— dejará de lado la carne impura de la razón. Hoy será comulgado con la Sangre del Silencio.
Un silencio espeso cayó sobre todos.
Elías se acercó a Tomás y lo miró fijo a los ojos.
—Bebe —ordenó.
La copa olía a hierro. A óxido. A dolor.
Tomás dudó. Pero entonces recordó: Debo infectarme primero.
Y bebió.
El líquido era espeso. Ardía como lava en la garganta.
Y entonces…
La visión llegó.
No como un sueño, sino como una convulsión del alma.
Se vio a sí mismo flotando sobre un océano negro, rodeado por cuerpos sin ojos. Voces en miles de lenguas hablaban a la vez, repitiendo una frase:
—La razón es una cárcel sin barrotes.
Después, vio el rostro de Luciana.
Pero no como la recordaba.
Estaba pálida. Sus ojos lloraban sangre. Tenía alas de ceniza y la piel cubierta de palabras escritas a cuchillo: ¡Papá, por qué no me salvaste!
Gritó.
Intentó tocarla.
Pero su cuerpo se deshacía en ceniza.
—¡Luci! ¡Perdóname!
Las voces se rieron.
El mar lo tragó.
Despertó sudando, con el rostro hundido en tierra.
Estaba solo.
No había mesa. Ni máscaras. Ni Elías.
Solo él y un cuaderno a su lado.
Abrió la primera página.
Todo dolor es una puerta.Si sigues gritando, nunca la cruzarás.
Si quieres salvarla, primero debes perderla.
Días después, Tomás comenzó su "formación".
Le asignaron tareas: limpiar los restos de los animales sacrificados. Memorizar los "Versículos del Fuego". Asistir a los “cantos del ahogo”, donde los miembros del culto eran sumergidos por minutos en tanques de agua oscura hasta perder el aliento.
Cada noche, un nuevo poema aparecía junto a su catre.
Siempre firmado con la letra de Luciana.
Siempre con un mensaje ambiguo, entre súplica y amenaza.
Papá, la fe no es ciega.Solo ve diferente.
Estoy cerca.Pero cada día, te siento más lejos.
Tomás empezó a dudar.
¿Era esto parte del plan?
¿Estaba fingiendo demasiado bien?
O peor aún: ¿estaba empezando a creer?
Una noche, fue convocado a la cripta de los mártires.
Allí, Elías lo esperaba junto a una pintura mural colosal: un ángel mutilado con una balanza rota en una mano y un niño muerto en la otra.
—¿Sabes quién es? —preguntó Elías.
—Un símbolo de tu locura —escupió Tomás.
Elías sonrió.
—No. Es lo que tú fuiste: justicia sin alma. Ley sin compasión.
Tomás bajó la mirada. No respondió.
—Quiero mostrarte algo —dijo Elías.
Y lo condujo por un pasaje oculto detrás del mural.
Bajaron escaleras infinitas. El aire se hacía más denso. Más viejo.
Hasta que llegaron a una sala sellada.
En su centro, una urna de cristal.
Y adentro…
Luciana.
Dormida.
Pálida.
Con un respirador rudimentario conectado a sus fosas nasales.
—Está viva —susurró Tomás.
—Por ahora —dijo Elías—. Pero no puedes salvarla si no aceptas que la razón te falló. Si no abrazas la fe. Solo la fe puede reescribir el alma.
Tomás tembló.
Sintió que el mundo giraba, pero no alrededor del sol, sino de ese momento.
—¿Qué debo hacer?
Elías extendió la mano.
—Renuncia. A tu nombre. A tu pasado. A tu dolor. Y la salvarás.
Tomás cerró los ojos.
Recordó su juramento.
Recordó los campos de refugiados.
Recordó la cuna vacía.
Y entonces…
Dijo:
—Mi nombre es Tomás Rivas.
Elías frunció el ceño.
—Y vine a destruirte desde dentro.
Sacó un cuchillo oculto bajo su túnica y lo lanzó hacia el cuello de Elías.
Pero erró.
Elías retrocedió, herido en el hombro.
La alarma sonó.
Puertas se cerraron.
Tomás corrió hacia la urna.
Pero ya era tarde.
Un gas blanco lo envolvió.
Y cayó.
Su última visión fue el rostro dormido de su hija.
Y el sonido de Elías susurrando:
—Aún no estás listo para salvarla.
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Una noche, tras los cánticos del ahogo, escuchó algo extraño en la sala de suministros.
Una radio. Oxidada, envuelta en trapos para silenciarla.
La señal era débil, pero inconfundible:
El viejo transmisor crujió, soltando una ráfaga de estática antes de que la voz, jadeante y llena de tensión, irrumpiera en el silencio. Se oían gritos al fondo, golpes secos, el chasquido de disparos y el eco de pasos apresurados. El caos era evidente, pero la voz… aún se mantenía firme.
—“…¡aquí Javier Prado!... ¡si alguien escucha esto… por favor, escúchenme bien! Tenemos agua… comida… un refugio…” —dijo entre respiraciones agitadas. De fondo, una explosión sacudió el ambiente, seguida por un rugido gutural de los infectados. Gritos humanos respondieron con rabia y fuego.
—“…¡están entrando por la zona norte! ¡Resistan, no los dejen pasar!” —gritó alguien detrás del transmisor. La voz principal volvió, más urgente, con un tono áspero, pero decidido— “¡Estamos luchando! ¡No nos rendimos! Aquí no hay espacio para el miedo… solo para los que quieren seguir vivos.”
Se oyó el sonido de una puerta cerrándose de golpe, el crujido metálico de una ametralladora girando. Más disparos. Luego, un breve instante de silencio roto solo por los jadeos del hablante.
—“…aún queda esperanza aquí… repito: Javier Prado… no es un paraíso, ¡pero estamos de pie! ¡No todo está perdido!”
Un grito desgarrador resonó cerca. Se escuchó a alguien gritar órdenes, cargar un arma. La voz volvió, firme entre el caos.
—“…si estás ahí afuera… si aún respiras… ven. ¡Lucha con nosotros! ¡TODOS SON BIENVENIDOS… pero traigan coraje!”
Una última explosión sacudió la señal. El mensaje terminó con un último grito de guerra al fondo:
—“¡POR JAVIER PRADO… NO CAEREMOS HOY!”
Luego, la señal se cortó.
Un golpe lo hizo retroceder. Un monje entró y apagó la radio con furia, sin mirarlo.
Esa noche, el poema dejado junto a su catre decía:
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