Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 65


Capítulo 65: Entre las sombras, una luz

La ciudad estaba en ruinas,
pero no vacía.

Javier Prado no era el paraíso que prometía la radio.
No era la tierra salvada del apocalipsis.
No era un refugio sagrado.
Era una tumba... con luces todavía encendidas.

Tomás caminó entre calles resquebrajadas y muros carcomidos por la humedad y el fuego. Las casas, que alguna vez fueron hogares cálidos, se sostenían con tablones clavados a la desesperada, cubiertas de grafitis, escombros y rejas improvisadas. Las luces parpadeaban débilmente desde postes oxidados, alimentadas por generadores que rugían como bestias cansadas bajo tierra.

El asfalto, levantado en pedazos, estaba surcado por zanjas, alambres de púas y torretas abandonadas. Antiguas pancartas colgaban a medio caer, escritas con mensajes de resistencia: “Aquí aún luchamos”, “No somos carne”, “Ni vivos ni muertos, humanos”.

Las botas de Tomás estaban mojadas, y sus pasos dejaban huellas oscuras entre el lodo y la sangre seca. La niebla se alzaba como un velo pesado, disipándose apenas con el viento, como si el mundo respirara después de una fiebre larga.

El amanecer comenzaba a abrir grietas en el cielo gris.
Y, aún así, todo estaba en silencio.
Demasiado silencio.

Hasta que escuchó una risa.

Fue como un susurro en el viento, una risa aguda, casi asustada. Detrás de un camión volcado, en lo que antes debió ser una plaza comercial, Tomás encontró movimiento.

Niños.
Tres.

Delgados.
Descalzos.
Con la piel tiznada por el hollín y las mejillas hundidas por el hambre.
Uno lo miró con desconfianza. Otro con miedo. El tercero… sonrió.

Tenía los ojos muy abiertos, y en sus manos sostenía un papel arrugado.

Tomás se agachó. Su cuerpo crujió de dolor. Sintió que el alma le colgaba de los huesos.

El niño extendió el papel sin decir palabra.

Era un dibujo.

Trazos toscos, pero cargados de intención.
Un hombre —él, sin duda—
y una niña de cabello largo.
En el reverso, con letras torpes:

“Luciana me hablaba de ti.”

Tomás sintió cómo el corazón le estallaba en el pecho.

—¿Dónde está? —preguntó, con voz ronca.

El niño lo miró, triste. Bajó la cabeza.

—Se fue… nos dijo que vendrías.

—¿Se fue a dónde?

Silencio.

Nadie respondió.

Más adelante, en los túneles bajo una estación, encontró más rastros: una manta con su nombre bordado, unas palabras escritas con carbón en una pared:
“Papá, aún escucho tu voz. Aún espero tu abrazo.”

Era como si Luciana estuviera tejiendo un camino para él, usando todo lo que el mundo había olvidado.

Tomás no lloró.
No esta vez.

Porque ahora entendía algo que antes no comprendía:
el dolor no siempre se grita.
A veces se camina con él.
A veces, se convierte en brújula.

Javier Prado no estaba del todo vacía.

Había sobrevivientes, sí.
Grupos escondidos, tribus rotas, algunos con armas, otros solo con miedo.

La urbanización era una herida abierta entre las montañas.
Una ciudad fortificada con desesperación, sostenida con restos de tecnología que apenas funcionaba. Torres hechas con chatarra, sensores montados sobre bicicletas viejas, alarmas conectadas a radios oxidadas.
Un lugar que se negaba a morir.

Había zombis, sí.
Lentos, errantes, deformes por el tiempo.
Pero también los había más veloces, más silenciosos, que cazaban entre la niebla.

Y algo más.

Algo que Tomás no supo nombrar aún.
Una presencia.
Una organización.
Una mano detrás de la radio.
Una estructura de poder que aún hablaba a través de las ruinas.

En un edificio semiderrumbado, encontró mapas.
Códigos.
Planes para un “reordenamiento humano”.
Líneas como:

“Eliminar disidencia. Cosechar zonas externas.”
“Reducción ética: sujetos fallidos como combustible.”
“La fe como instrumento. El miedo como base.”

Y supo entonces que Elías no había estado tan solo como parecía.
Que el veneno del dogma corría por más venas que las suyas.

Javier Prado no era un refugio.
Era una máscara.
Un laboratorio.
Una trampa.

Pero entre todo eso…

Los niños seguían vivos.
Gente seguía resistiendo.

Alguien seguía dejando mensajes en las paredes, en poemas, en dibujos, en ecos de esperanza.
Luciana, tal vez.
O su recuerdo.

Tomás pasó la noche en una torre oxidada, observando las calles desde lo alto.
Vio a un grupo de zombis devorar a un perro.
Vio a una madre apretarse contra un rincón, abrazando a su hija mientras pasaban.
Vio a un anciano rezar mirando al cielo… y morir en silencio sin que nadie lo escuchara.

Y pensó:

“Tal vez Elías tenía razón en algo.
Dios no está muerto.
Solo está callado.
Y harto de nosotros.”

Pero luego, una niña —una de las que había salvado el día anterior— trepó hasta donde él estaba, le ofreció una galleta rancia, y se sentó a su lado.

No hablaron.

Solo compartieron el silencio.

Y eso le devolvió algo.

No la fe.
No la esperanza.
Algo más pequeño.
Pero más real.

A la mañana siguiente, Tomás bajó de la torre.
Respiró hondo.

La ciudad era un monstruo de concreto y cenizas.
Pero aún respiraba.
Y él también.

Tomás miró el dibujo que aún guardaba.

Luciana me hablaba de ti.

Y pensó:

No sé si estás viva.
Pero voy a vivir como si lo estuvieras.
Y si estás muerta…
voy a hacer que el mundo que me quitó tu voz, me escuche gritar.

Frente a una pared limpia, escribió con carbón una frase.

Una sola.

La frase que resumía su viaje.
Su caída.
Su renacimiento.
Y todo lo que vendría.

“En un mundo lleno de muertos…
elegí sentir el peso de estar vivo.”

Y con eso, comenzó a caminar hacia el corazón de Javier Prado.

No como un creyente.
No como un mártir.

Sino como un padre.

Y los zombis no lo asustaron.

Porque ya no le temía a la muerte.

Le temía a vivir sin propósito.

Y ahora, por fin, tenía uno...

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