Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 28
Capítulo 28: Adrian Vance
El grupo pasó la noche en el refugio asignado, pero ninguno pudo dormir realmente. El ambiente en San Juan de Lurigancho era opresivo, un aire denso de desesperación mezclado con la sumisión de quienes llevaban demasiado tiempo bajo el régimen de Wolfe. Andy permaneció sentado contra la pared, con la pistola sobre sus piernas, observando a Carla y Eva que intentaban descansar en los colchones sucios. Scot patrullaba dentro del pequeño cuarto, inquieto.
Mientras el silencio envolvía el refugio, un murmullo apagado llegó desde el pasillo. Voces susurrantes, cargadas de urgencia, se filtraban a través de las grietas de la puerta. Andy alzó la cabeza, atento.
—Dicen que aún sigue con vida… —susurró uno de los hombres.
—¿Quién? —preguntó el otro, con tono incrédulo.
—El Dr. Adrian Vance.
El nombre hizo que Andy frunciera el ceño.
—Eso es imposible —respondió la segunda voz—. Esos científicos fueron los primeros en desaparecer cuando todo colapsó.
—Tal vez, pero si alguien sabe la verdad sobre este virus… es él.
El aire pareció volverse aún más denso. Andy miró a Scot, quien se había detenido en seco, con la mandíbula apretada. Adrian Vance. Un nombre entre miles, pero cargado de significado. Si ese hombre realmente estaba vivo, entonces tal vez… aún quedaban respuestas.
A la mañana siguiente, el sonido de un silbato rasgó el aire. Gritos y órdenes resonaron por los pasillos. Andy se puso de pie rápidamente, al igual que Scot. Carla y Eva se incorporaron con rapidez, alertas.
—¡Todos afuera! ¡A formar en la calle! —bramó una voz gruesa desde el pasillo.
No tenían opción. Siguiendo el flujo de otros sobrevivientes, salieron al exterior. La luz del sol matutino iluminaba el patio central, donde cientos de personas formaban filas desordenadas. En la entrada principal, en una tarima improvisada, Wolfe esperaba con los brazos cruzados, flanqueado por soldados armados.
—Bienvenidos a otro día en San Juan de Lurigancho —anunció, su voz amplificada por un altavoz. —La seguridad es lo primero. Aquí, todos cumplen una función. Si no pueden aportar, no merecen estar aquí.
Señaló a un grupo de individuos debilitados en la primera fila. Eran ancianos y heridos.
—Estos... ya no pueden aportar —continuó—. Y, por tanto, son un lastre.
Andy sintió que Carla se tensaba a su lado. Eva desvió la mirada, como si ya supiera lo que iba a pasar. Scot cerró los puños con furia contenida.
Los guardias arrastraron a los débiles fuera de la multitud. Hubo súplicas, gritos de terror. Y luego, disparos secos. Los cuerpos cayeron al suelo, inertes. Un silencio helado se apoderó de la plaza.
—Así es como sobrevivimos —sentenció Wolfe—. Manteniendo el orden. Siguiendo las reglas.
Andy sintió un fuego creciente en su pecho. Wolfe no solo era un tirano, era un asesino sin piedad. Tenían que acabar con él.
Cuando la multitud fue dispersada, el grupo se reunió en un rincón apartado.
—Esto es una maldita locura —susurró Carla, con la mandíbula apretada—. No podemos dejar que siga matando gente así.
—Lo sé —admitió Andy—. Pero no podemos simplemente enfrentarlo de frente. Tiene un ejército.
—Entonces lo atacamos desde dentro —intervino Scot—. Y el primer paso es encontrar al Dr. Vance.
Eva se estremeció al oír ese nombre.
—¿Qué sabes de él? —preguntó Carla.
—Solo rumores —dijo él, con un tono sombrío—. Algunos dicen que ayudó a crear el virus. Que sabe cosas que nadie más sabe. Y que Wolfe lo mantiene cerca porque quiere una forma de controlarlo todo.
Andy asintió. Tenían que encontrar a ese hombre, y rápido. Si había alguna forma de desmoronar el reinado de Wolfe, Vance era la clave.
La noche cayó sobre San Juan de Lurigancho, y el grupo comenzó su siguiente movimiento. Carla y Eva se infiltraron en el hospital de la ciudad, donde supuestamente Vance realizaba sus estudios, mientras Andy y Scot exploraban los túneles subterráneos, buscando una posible ruta de escape.
Pero lo que encontraron fue peor de lo que imaginaban.
En una de las salas más profundas del hospital, Carla y Eva descubrieron un laboratorio secreto. Dentro, había jaulas... y en ellas, infectados encadenados, retorciéndose en la penumbra. Instrumentos quirúrgicos cubiertos de sangre, documentos esparcidos por mesas. Y en el centro, con una bata blanca manchada de rojo, el Dr. Adrian Vance, tomando notas con una expresión de absoluta calma.
—Bienvenidas, visitantes —dijo sin levantar la vista—. ¿Están aquí para aprender sobre la verdadera naturaleza del virus?
Carla apretó el cuchillo en su mano. Eva dio un paso atrás, horrorizada.
Esto no era solo un hospital. Era un infierno disfrazado de salvación.
Y Vance tenía todas las respuestas que buscaban.
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