Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 58


Capítuo 58: El hombre que regresó al infierno

El mundo había muerto muchas veces antes.
En guerras, en hambre, en el susurro de las mentiras políticas, en los actos pequeños de egoísmo diario.
El virus solo había sido la última bala, disparada contra un cuerpo ya podrido.

Antes de llegar a San Luis, Tomás había sido prisionero en El Agustino, en la guarida de Mark —el hombre más calculador y despiadado del nuevo orden—. Lo habían atrapado hacía semanas, tras interceptar una transmisión donde él hablaba de un supuesto refugio seguro. Mark lo encerró, lo interrogó, quería saber qué había en San Luis, por qué ese distrito aparecía en todos los mapas como “zona muerta”.

Tomás nunca lo dijo. Porque San Luis era su pasado. Y su culpa.

Fue en esa prisión donde Tomás conoció a Andy, Carla, Scot, Eva y al pequeño David, todos capturados por resistirse al dominio de Mark. Ellos compartieron ideas, miedo y esperanza. Poco a poco, formaron un fuerte lazo de compañerismo. Unidos por el deseo de libertad, idearon un plan conjunto y, trabajando codo a codo, lograron escapar de las garras de Mark.

Pero en cuanto estuvieron libres, Tomás se despidió del grupo.

No fue una decisión impulsiva, sino una carga que venía arrastrando desde mucho antes. Aunque agradecía haber escapado con vida, algo en él se había roto irremediablemente durante su tiempo como prisionero de Mark. Se sentía vacío, incapaz de seguir formando parte de algo más grande. Mientras los demás tenían esperanzas, ideales, y un camino por construir, Tomás solo veía escombros internos.

No los acompañó porque no se sentía merecedor de un nuevo comienzo. Había estado solo tanto tiempo que la soledad se volvió su escudo, y aunque no los conocía profundamente, valoraba el compañerismo que surgió durante su corta estadía juntos. Además, sabía que aún tenía una herida abierta que solo podría enfrentar por su cuenta.

Fue entonces cuando se dirigió a San Luis, movido por un propósito silencioso, un recuerdo enterrado… un fantasma del pasado que debía confrontar.

San Luis – 7:44 a.m. El aire no se mueve. La niebla lo cubre todo.

Nadie habló durante horas.

Ni siquiera Tomás, que había caminado tres kilómetros desde la frontera de El Agustino hasta la avenida Los Jardines de San Luis, con la mirada clavada en una pared invisible que lo envolvía. La niebla. Espesa como leche podrida. No era como la recordaba.

Era peor.

La bruma lo había recibido con un susurro agudo. No de voz humana, sino del viento encerrado entre edificios vacíos. A veces creía escuchar pasos detrás de él. O su nombre. O la risa de una niña. Pero se daba la vuelta, y no había nada. Solo concreto gris y vapor blanco flotando a la altura de su pecho.

Tomás no se había afeitado en semanas. Tenía la cara marcada de cortes y cicatrices. Su ropa estaba húmeda, manchada de barro. Llevaba una linterna, una mochila vacía, un encendedor, un cuchillo oxidado. Y un cuaderno mojado, lleno de dibujos hechos por su hija Luciana.

Se detuvo frente al cruce con la avenida San Juan. Su corazón empezó a golpear más fuerte. No por miedo. No por frío.
Por culpa.

—Aquí... —susurró—. Aquí fue donde la vi por última vez.

Pero nadie respondió.
Solo la niebla.


Hace un año, cuando el brote apenas comenzaba, él y su familia lideraban una cooperativa humanitaria en San Luis. Refugiaban a gente, distribuían víveres, trataban de mantener la calma. Él había prometido convertir ese distrito olvidado en un modelo de supervivencia.
Y fracasó.

Cuando el gobierno lanzó el químico “Ω-4” para contener los disturbios, todo se volvió confuso. Las personas comenzaron a alucinar, a atacarse entre sí creyendo que eran infectados. Él tuvo que cerrar las puertas del refugio comunitario con más de treinta personas aún afuera.
Entre ellas, Valeria.
Su esposa.

—“No mires atrás”, me dijo. Y lo hice. Y la vi gritar. Vi cómo desaparecía en la niebla, devorada por el humo, por los gritos, por la nada.

Luciana, su hija, desapareció esa misma noche. Tenía diez años. Nadie la volvió a ver. Hasta que, semanas atrás, un niño en El Agustino —esclavo también de Mark— dijo haber escuchado a una niña cantar en medio de la bruma, en San Luis.

Una niña que hablaba de su papá. De dibujos. De esperanza.


Ahora estaba allí. De vuelta.

Frente a una iglesia vieja de paredes partidas, escuchó por primera vez algo que no era niebla: una campana.
Débil. Lejana. Como colgada al cuello de un animal flaco.

Se agachó instintivamente. No veía nada. Ni siquiera la puerta del templo. Pero el sonido lo atravesó.
—Esto ya no es mi casa —murmuró—. Esto es tierra santa para locos.

Avanzó despacio. Cada paso parecía hacer sonar el concreto, como si el suelo crujiera. La humedad lo hacía resbalar.
Vio una silueta a lo lejos. Pequeña. ¿Una niña?

—¿Luciana? —susurró, y dio un paso más.

La figura no respondió. Luego desapareció entre la niebla como humo espantado por el viento.
El corazón de Tomás se detuvo por un segundo.

—Estoy viendo cosas. El gas. El gas…

Se arrodilló. Vomitó. Lloró.

Pero no volvió atrás.


Entró a una tienda abandonada. Había estantes con latas de leche oxidadas. En el suelo, un carrito de bebé volcado. Las paredes estaban cubiertas de lo que parecían símbolos religiosos pintados con sangre seca.

“Sólo los puros pasarán.”

“Dios es niebla.”

“Abandona tu cuerpo. Renace.”

Tomás tragó saliva. Ya no era el distrito que dejó. Era un culto.

—¿Qué te pasó, San Luis? —susurró.

Subió al segundo piso. Una ventana estaba semiabierta. Se asomó. Apenas podía distinguir las casas. Todas iguales. Todas apagadas. Parecía que el mundo había muerto hace siglos.
Y sin embargo, San Luis seguía ahí. Vivo. Esperando.

En la calle, algo se movió.
Una figura alta, con túnica blanca, caminando entre la niebla. Lenta. Segura. Como si el gas no la tocara.

Tomás retrocedió.

La figura se detuvo. Alzó la cabeza. Miró directo hacia donde él estaba.
Y sonrió.

Él cayó al suelo.

No sabía si había sido real. No sabía si lo había imaginado. Pero la sonrisa le pareció cálida, como la de un viejo amigo.
O de un dios.


Esa noche no durmió. Se refugió en una cabina telefónica rota, abrazando su cuaderno. Afuera, las campanas sonaban cada cierto tiempo. Las voces se mezclaban con la niebla.
A veces creía que alguien respiraba cerca de él.
Pero cuando encendía la linterna, solo había vacío.

Antes de cerrar los ojos, escribió en una hoja:

“Día 1 en San Luis.
No sé si estoy loco.
Pero hay algo aquí. Alguien.
Y lo está esperando todo de mí.”

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