Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 24


Capítulo 24 - El camino a San Juan de Lurigangho

El eco de la transmisión de la radio aún resonaba en sus mentes mientras el grupo avanzaba por las carreteras destruidas. La luna, alta en el cielo, iluminaba su camino entre ruinas y escombros. El aire estaba cargado de un silencio inquietante, roto solo por el crujir de sus pasos sobre el asfalto resquebrajado y los lejanos gruñidos de los infectados.

—Tengo un mal presentimiento —murmuró Scot, sujetando con firmeza su rifle mientras inspeccionaba los alrededores.

—¿Y cuándo no lo tienes? —respondió Andy, intentando aliviar la tensión con un toque de sarcasmo. Pero ni él mismo estaba seguro de sus palabras.

Carla no habló. Caminaba con la mirada fija al frente, como si su mente estuviera atrapada en otra realidad. Desde la muerte de David, algo dentro de ella había cambiado. Ya no era la misma chica que se aferraba a la esperanza con facilidad; ahora solo le importaba la supervivencia y la venganza.

Eva, por otro lado, parecía aferrarse desesperadamente a la idea de que San Juan de Lurigancho pudiera ser diferente.

— ¿Y si de verdad es un refugio seguro? —preguntó, con una mueca de ansiedad— ¿Y si hay comida, agua, electricidad? Podría ser nuestro nuevo hogar.

Scot negó con la cabeza. — Andy dijo algo muy importante. No hay nada gratis en este mundo. Si nos ofrecen algo, es porque quieren algo a cambio.

El silencio reinó de nuevo. Todos sabían que tenía razón. No había lugar seguro sin condiciones.


La carretera se extendía ante ellos, salpicada de coches oxidados y cadáveres resecos. Durante el trayecto, evitaron a los infectados lo mejor que pudieron. Con cada kilómetro que recorrían, veían rastros de otros sobrevivientes que también parecían dirigirse a San Juan de Lurigancho: fogatas apagadas, mochilas abandonadas, mensajes escritos en las paredes con pintura roja.

"SIGUE EL SONIDO. SIGUE LA LUZ."

—Esto está mal —dijo Carla en voz baja al leer las palabras.

—¿Qué cosa? —preguntó Andy.

—Que todos parecen estar siguiendo el mismo camino. Como si los estén guiando… como ganado.

El grupo intercambió miradas. Tenía razón. Era como si alguien los estuviera atrayendo deliberadamente.


Horas después, cuando el sol comenzaba a teñir el horizonte con un tono anaranjado, llegaron a una colina desde la que se podía ver la ciudad a la distancia.

San Juan de Lurigancho.

La ciudad se erguía majestuosa en la lejanía, con edificios altos que parecían desafiar el tiempo. La luz del amanecer reflejaba en estructuras semiderruidas, pero algunas zonas parecían intactas. Desde su posición, podían ver humo elevándose de varios puntos, señal de que la ciudad no estaba abandonada.

Pero lo que realmente les heló la sangre fue la cantidad de personas que se dirigían al mismo destino.

Decenas. No, cientos de sobrevivientes avanzaban como sombras silenciosas, todos siguiendo el mismo camino hacia las puertas de la ciudad. Algunos en grupos, otros en solitario, pero todos con el mismo objetivo: encontrar refugio en San Juan de Lurigancho.

—Esto no es normal —susurró Scot.

—No, no lo es —confirmó Andy.

Desde lo alto, pudieron notar algo más inquietante. La ciudad estaba rodeada por muros de contención improvisados, barreras de metal y concreto. Y más allá de esas barreras… hordas. Decenas de miles de infectados rodeaban la ciudad como una ola imparable. No había forma de entrar sin ser vistos.

—Estamos caminando directo a una trampa —dijo Carla, su voz llena de tensión.

Pero ya era demasiado tarde para retroceder.


El ruido de motores los sobresaltó.

Desde la carretera, varios vehículos blindados avanzaban hacia la entrada de la ciudad. Sobre ellos, hombres armados patrullaban con rifles listos para disparar.

Andy sintió un escalofrío al notar que esos hombres no vestían como simples sobrevivientes. Tenían uniformes, chalecos antibalas y miradas calculadoras.

—¿Soldados? —preguntó Eva, con un hilo de esperanza.

Scot frunció el ceño. —No. No son militares.

—Entonces, ¿quiénes son? —insistió Carla.

Scot observó con atención. Uno de los hombres en los vehículos llevó una radio a su boca y dijo algo. Segundos después, las enormes puertas de San Juan de Lurigancho comenzaron a abrirse.

—Lideran la ciudad —susurró Scot—. Y si lideran la ciudad, significa que ponen las reglas.

Eva miró la escena con los ojos muy abiertos. —¿Y si sus reglas son justas?

Carla le lanzó una mirada llena de escepticismo. —Después de lo que hemos vivido, ¿crees que algo sigue siendo justo?

Scot resopló. —De una cosa estoy seguro: cualquiera que tenga ese nivel de organización no nos dejará entrar sin pedir algo a cambio.

El grupo miró la ciudad una vez más. Habían llegado demasiado lejos para retroceder. Las respuestas estaban ahí.

Pero también, quizás, su peor pesadilla.

Andy inspiró hondo. —Si hay algo que descubrir, lo averiguaremos adentro.

Nadie respondió. Se miraron entre ellos, compartiendo la misma duda, la misma incertidumbre.

Finalmente, Scot tomó la delantera.

—Entonces entremos.

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