Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 60
Capítulo 60: Versos en la Oscuridad
La celda quedó sumida en un silencio espeso, interrumpido solo por el crujido de las maderas viejas y el lejano canto de los monjes ciegos. Las campanas se habían silenciado, pero su eco seguía resonando dentro del pecho de Tomás, como si su propio corazón fuera ahora un instrumento del templo.
No podía dormir. No por miedo. Sino por culpa.
La voz de Elías seguía rondando en su mente como una maldición:
—Tú fundaste una república de razones. Yo, un reino de fe. Ambos lo destruimos.
¿Era eso cierto?
Había llegado al poder con ideas. Con lógica. Con datos. Con una promesa de orden. Pero también había recortado ayudas. Legalizado el uso del gas Ω-4. Permitido las privatizaciones que dejaron hospitales sin oxígeno. Su hija no murió por un virus. Murió porque él creyó que las ideas bastaban.
¿No era eso también una forma de fanatismo?
Pasaron horas.
Días, tal vez.
Sin comida.
Con un sorbo de agua cada mañana.
Y cada día, a la misma hora, una figura dejaba un pequeño cuaderno a través de una rendija.
Un cuaderno lleno de poesía.
Versos escritos con una letra temblorosa. Firmados por distintos nombres: Mateo, Lucía, Pedro, Clara…
Todos miembros del culto.
Todos exiliados de la razón.
Los poemas eran oraciones disfrazadas. Clamaban por purificación. Por la lluvia roja. Por la llegada del nuevo cordero.
Pero uno de ellos, uno solo, le heló la sangre.
Era corto. Apareció en la página central, escrita con lápiz rojo:
Papá,yo también estoy aquí abajo.Y tengo miedo.
Tomás se puso de pie. Gritó. Golpeó las paredes con los puños hasta hacerse sangre.
—¡Luci! —rugió—. ¡Soy yo! ¡Papá! ¡Resiste!
Silencio.
Después, pasos.
Y la voz grave de Elías, desde el otro lado de la puerta:
—Ella no está donde tú crees. Pero aún puedes verla. Si abres tus ojos.
Esa noche, lo sacaron de la celda.
Dos monjes lo guiaron por un pasadizo húmedo, lleno de raíces colgantes y símbolos pintados en las piedras. Cruces invertidas. Palabras en latín. Dibujos de cuerpos sin cabeza.
Avanzaron hasta llegar a una sala iluminada por velas negras.
Había más de treinta personas allí.
Algunos estaban de rodillas, llorando. Otros cantaban en una lengua rota. Y en el centro, sobre un altar de huesos, una niña dormía.
Tenía el cabello como Luciana.
La piel como Luciana.
Pero su rostro estaba cubierto por una máscara de madera con una sonrisa pintada.
—No es ella —dijo Tomás.
—¿Estás seguro? —respondió Elías, que apareció detrás de él—. Aquí, la fe transforma. No esperes ver con tus antiguos ojos.
Tomás apretó los puños. Quería correr hacia la niña, arrancarle la máscara, gritarle su nombre. Pero algo se lo impedía. Un miedo más antiguo que la razón. Una voz que le susurraba:
¿Y si no quieres ver lo que hay debajo?
Elías habló de nuevo:
—Esta es tu prueba. Si la reconoces, es tuya. Si no, se la llevará la Niebla Eterna.
Los monjes comenzaron a cantar más fuerte. El altar temblaba. Las velas goteaban cera negra como si lloraran.
Y Tomás dio un paso adelante.
—¿Luci…?
La niña no se movió.
Otro paso.
Elías lo observaba con los ojos brillando como brasas.
—Demuéstrame tu fe —dijo—. Deshazte del pensamiento. De la lógica. Arrodíllate y cree. Solo así se abrirá el velo.
Tomás tragó saliva.
Recordó su antiguo juramento: "Todo por la verdad."
Pero ahora, la verdad no tenía forma. Solo tenía hambre.
Entonces hizo algo inesperado.
Se arrodilló.
No por fe.
Sino por estrategia.
Tenía que entrar en el corazón de la secta. Ganarse su confianza. Ser parte del rebaño. Solo así llegaría al centro del delirio.
Y al hacerlo, el altar se iluminó por dentro.
La niña se desvaneció.
Solo quedó la máscara en el suelo.
Elías sonrió.
—Has dado el primer paso.
Tomás no respondió.
Solo bajó la cabeza.
Y en su mente, una idea empezó a formarse.
La fe es un virus. Si quiero destruir esta secta… tendré que infectarme primero.
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