Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 66
Capítulo 66: Despertar en la ruta
Un zumbido sordo en los oídos le impedía oír con claridad. Su cuerpo entero dolía, como si lo hubieran arrastrado por kilómetros, como si hubiese peleado contra el propio infierno. Se llevó la mano al rostro… y notó la venda sobre su ojo derecho. El recuerdo le golpeó como un puñal. Caín. Su risa. El filo hundiéndose. El grito de Carla.
—Andy… —susurró una voz.
Giró con esfuerzo. Carla estaba a su lado, también vendada, el rostro salpicado de heridas. Sus ojos enrojecidos por el llanto. Sostuvo su mano, temblando. Del otro lado, Scot mantenía la mirada clavada en el suelo del helicóptero, con los brazos cruzados. Tenía la cabeza baja, pero estaba despierto.
—¿Dónde estamos…? —musitó Andy, con la garganta áspera.
—Nos sacaron de Comas. Nos salvaron. Militares —respondió Carla, la voz hueca—. Fue él.
Un hombre de uniforme se acercó desde el otro extremo del helicóptero. Era alto, con el rostro surcado por arrugas que hablaban de años en combate. El cabello cortado al ras, la mirada fría pero no vacía. Su nombre estaba bordado en el pecho: Comandante Fernando Mendoza.
—Soy el comandante Fernando Mendoza —dijo, directo—. Ustedes tres fueron encontrados en el perímetro norte del distrito. Sus señales de vida coincidieron con los parámetros de activación de nuestra misión.
Andy lo miró con rabia contenida. No era odio. Era algo más doloroso: decepción. Dolor puro.
—Ustedes... ¿Dónde estaban…? —preguntó con la voz partida—. ¡¿Dónde estaban cuando todo esto empezó?
¿Cuando Mark nos atrapó?
¿Cuando David murió…?
Cuando Isaac se convirtió en una bestia.
Cuando Eva cayó en San Juan de Lurigancho.
Cuando Caín me arrancó un ojo y nos encadenó como perros.
¿Dónde estaban cuando gritábamos…?!
Fernando no bajó la mirada. Respiró hondo.
—No estábamos autorizados para actuar.
—¿Qué… Además. cómo podemos confiar en ustedes luego de todo lo que hemos pasado?
—Lo que voy a decirles no ha sido revelado a ningún civil —comenzó, cruzando los brazos—. La Unidad Centinela es una división secreta del Estado Mayor creada para preservar lo esencial de la especie humana en caso de un colapso biológico global. Nuestra misión no era evitar el brote. Era sobrevivirlo. Y reconstruir desde las ruinas, si todo lo demás fallaba.
—¿Sobrevivirlo? —escupió Scot, con la voz ronca—. ¿Ustedes se escondieron mientras millones morían?
—El protocolo era claro —respondió Fernando, firme pero sin arrogancia—. No podíamos intervenir hasta que la sociedad se considerara colapsada por completo. Nos activaron cuando las transmisiones se detuvieron, cuando el Congreso cayó, cuando Lima quedó en sombras. Solo entonces… recibimos luz verde.
—Eso fue hace semanas —dijo Carla, casi sin voz.
—Nos tomó tiempo reabastecernos. Salimos desde un búnker en Ayacucho. Volamos por la cordillera. No fue fácil. No éramos muchos.
Andy guardó silencio. Sabía que en algún lugar, muy dentro, esa explicación tenía lógica. Pero eso no la justificaba.
El helicóptero descendió con un chirrido agudo. A través de la ventana, las ruinas de un antiguo grifo aparecieron entre escombros. La estructura aún tenía forma, pero estaba cubierta de musgo, sangre seca y escombros oxidados de autos junto a cadáveres.
—Vamos a cargar combustible. Sean rápidos —ordenó Fernando a su tripulación.
Mientras bajaban del helicóptero, el grupo notó el silencio. No era paz. Era… ausencia. El mundo estaba hueco.
Andy bajó tambaleándose. Sentía que el suelo no era firme, que todo se desmoronaba. Carla lo sostuvo. Scot miraba a los costados, alerta.
—No hay viento —susurró Carla.
Y entonces lo vieron.
Sombras entre los callejones. Formas humanas, pero rotas. Cuerpos que caminaban torcidos, con miembros colgando como trapos húmedos. Zombis. Casi una decena de ellos, acercándose… pero no corriendo.
Uno de ellos se detuvo a pocos metros. Tenía el cráneo abierto, los ojos blanquecinos, pero… no atacaba. Solo olfateaba. Como si supiera que los vivos estaban ahí… pero no se sintiera impulsado aún a actuar.
—¿Por qué no atacan? —susurró Scot.
Fernando desenfundó lentamente su arma, pero no disparó.
—Porque… los verdaderos monstruos ya no nos buscan —dijo, grave—. Ya saben dónde estamos.
Andy sintió un escalofrío. Esa frase… no era solo retórica. Era advertencia. Algo en el comportamiento de los zombis estaba cambiando.
El helicóptero se reabasteció rápido. Subieron a toda velocidad.
El silencio se rompió cuando los motores rugieron de nuevo, y el aparato volvió a elevarse. Dejaron atrás el grifo, el gas podrido, las miradas vacías de los muertos.
—¿Cuál es el próximo destino? —preguntó Carla, al piloto.
—San Luis —respondió Fernando—. Hay que atravesarlo para llegar al punto de extracción sur. Allí está el último bastión.
Andy volvió a su asiento. Apoyó la cabeza en el vidrio.
Debajo, Lima parecía una herida abierta. Pero, entre los escombros, creyó ver algo… luces. Un edificio encendido, apenas visible. No dijo nada. No aún.
Estaban vivos. Pero el verdadero peligro apenas comenzaba.
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