Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 64


Capítulo 64: Combate en la niebla


La niebla cayó como una profecía.

Espesa. Viscosa. Mortal.

Javier Prado se alzaba a lo lejos, como una promesa hecha luz. Pero Tomás ya no pensaba en llegar. No todavía.

Porque había un asunto pendiente.

Porque la herida del mundo seguía abierta.
Y su nombre era Elías.


La iglesia derrumbada era un cadáver. El techo abierto dejaba pasar la lluvia que caía como cuchillas. Lluvia que olía a óxido y a tumba. Los vitrales rotos no eran ya ojos: eran llagas abiertas. El altar, partido por un rayo, era la lengua negra de un demonio. Todo allí hablaba de ruina. Todo allí suplicaba por silencio.

Pero Tomás entró.

Empapado hasta los huesos. Las botas chapoteaban sobre charcos de agua mezclada con sangre seca. Solo. Armado apenas con la navaja oxidada que le había dado la mujer sin nombre. Cada paso suyo era un acto de desafío.

Y allí estaba Elías.

De pie sobre las ruinas del altar, como una parodia de santo.

No era un hombre.

Ya no.

Era otra cosa.

Su carne se colgaba en harapos. Los huesos de su espina dorsal se proyectaban hacia fuera como estacas. Su rostro era una máscara de carne hinchada y ojos enrojecidos. Las uñas, como cuchillas curvadas. Su respiración era un silbido de fiebre. Cada palabra que decía era un gemido de dolor.

—Has vuelto… hijo mío.

La voz era un lamento que vibraba con locura.

Tomás no respondió. Su garganta ardía de ira. El corazón le golpeaba el pecho como un tambor de guerra.

Elías bajó del altar. Dejando un rastro de pus, sangre, y blasfemia.

—Dios me habló en la fiebre. Me dijo que el fuego te purificaría. Me equivoqué. El fuego fue para mí. Pero ahora sé… ahora entiendo… tú eres mi cruz. Mi prueba final.

Tomás apretó la navaja.

—No fue Dios quien te habló, Elías —escupió—. Fue el eco de tu propio miedo.

Un trueno quebró el cielo. Y Elías sonrió con labios rotos.

—Entonces ven, Tomás. Lléname de tu verdad.

La batalla estalló.

Como un rayo que parte el mundo en dos.

Elías cayó sobre él con una velocidad inhumana. Rugía, se retorcía, golpeaba como un animal poseído. Sus garras rebanaban el aire, la piedra, la carne. Tomás apenas esquivaba, rodaba entre escombros, lanzaba tajos desesperados con su navaja.

El primer zarpazo le abrió la espalda.

El segundo le partió un pómulo.

El tercero lo hizo sangrar por la boca.

Pero siguió.

Cada herida era un recuerdo. Cada corte, una respuesta.

—¡Yo salvé almas! —rugió Elías, con los ojos inyectados—. ¡Yo ofrecí sentido al caos!

Tomás cayó sobre un banco roto. Tosió sangre. Se alzó. Escupió un diente.

—¡Mentiroso! ¡Solo buscabas obediencia! ¡Tu fe era miedo disfrazado de orden!

Saltó hacia él y clavó la navaja en el pecho. Elías aulló como un lobo, lo agarró del cuello y lo lanzó contra una columna. El mármol se resquebrajó. Tomás sintió que el mundo giraba. No sabía si aún tenía costillas sin romper.

Se arrastró.

Elías avanzaba con paso lento, dejando tras de sí vapor y sangre negra que humeaba como ácido. Parecía un ángel caído, deformado por sus propios dogmas.

—¡Yo quise protegerte! —gritó Elías, con la mandíbula desencajada—. ¡No soporté ver a otro inocente perdido!

—¡Luciana! —gritó Tomás, como un relámpago de rabia.

Elías se detuvo.

—¡Tú me la quitaste!

—¡Tú ya la habías perdido antes! —gruñó Elías, la boca llena de sangre—. ¡Yo solo la salvé del abismo de tu culpa!

Y se lanzaron de nuevo.

Rodaron por el suelo. Se golpearon con puños, piedras, gritos. Tomás le partió un brazo con un escombro. Elías le mordió el hombro y desgarró carne. El barro se tiñó de rojo.

—Yo… —dijo Tomás, temblando— …yo no quería salvarla de ti.
Solo quería que viviera. Que eligiera.

—¡Ella no necesitaba elegir! ¡Necesitaba creer! —gritó Elías, desgarrando sus propias mejillas—. ¡Como tú! ¡Como todos!

Elías lo alzó por los aires. Lo arrojó contra la cruz caída. La madera podrida se rompió bajo su espalda. Todo su cuerpo gritaba por rendirse.

Pero no lo hizo.

A través de los gritos, del dolor, de las fracturas, Tomás se puso de pie.

Temblando.

Con una risa amarga.

—Yo... yo no quería salvarla de ti.

Elías lo miró. Algo en sus ojos de bestia vaciló.

—Solo quería… que viviera.

Y en ese momento, Elías entendió que había perdido.

Pero aún no cayó.

Tomás corrió. No con fuerza. Con convicción. Abrazó al monstruo.

Un gesto imposible. Un acto final de fe humana.

Elías gimió.

Y entonces, Tomás le clavó la navaja en el cuello.

La hoja se hundió como un susurro en la carne.

El grito fue eterno.

Elías cayó de rodillas. Su sangre brotó como petróleo, negra y viscosa. Tosía. Escupía. Seguía hablando.

—Ah… ah… Tomás… Dios me habló… y me dijo que te odiara…

Un hilo de sangre colgaba de su labio.

—…pero… te he amado, Tomás. Porque tú eres… como yo.

Tomás lo sostuvo. A pesar del horror. A pesar del odio. Porque aún quedaba algo humano. Algo que debía morir en sus brazos.

—No —susurró—. No soy como tú.

Y lo dejó ir.

Elías cayó.

Tomás gritó. Gritó hasta romperse la garganta.

Elías murió en sus brazos, y con él, murieron también la doctrina, el fanatismo, la máscara del mártir.

Murió un monstruo.

Y también murió un hombre.

El silencio volvió. Solo el ruido de la lluvia, y los latidos rotos del corazón de Tomás.

No rezó.

Lo enterró bajo los escombros del altar. Con las manos, con la rabia, con el alma rota.

Y lloró.

Lloró por Luciana.

Por sí mismo.

Jamás imaginó que llegaría el día en que asesinar sería una necesidad. Él, que alguna vez dudó incluso en levantar la voz, ahora debía apretar el gatillo sin titubear. El mundo ya no era mundo; era un campo de muerte, un infierno desatado donde los vivos eran más peligrosos que los muertos.
Pero a pesar de todo, del horror, de las cicatrices, del peso de las almas que ya no están, tenía que seguir adelante.
Porque este infierno aún guarda respuestas.


Horas después, cuando la niebla se disipó, encontró un último poema, escrito con tinta húmeda en un papel bajo su chaqueta.

Tal vez fue el viento quien lo dejó ahí.
Tal vez fue Luciana.

El odio no salva.
Solo arde.

Pero a veces,
hay que arder
para encender la luz.

Y entonces Tomás, con el cuerpo roto, los ojos hinchados, el alma quemada, se levantó.

Y siguió caminando.

Javier Prado lo esperaba.

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