Nuestra Lucha por la Supervivencia - Capítulo 63


Capítulo 63:  El sacrificio

La campana del altar sonó trece veces esa madrugada.

Era la señal.

Elías, vestido con la túnica más pesada —la roja, la que solo se usaba en "rituales de purificación"— descendió del sanctasanctórum con pasos lentos, casi ceremoniales. La luz de las velas parpadeaba en su rostro y dejaba ver lo que hasta entonces había ocultado con sombras.

Su piel comenzaba a abrirse.

No eran heridas normales.

Eran grietas, como si su cuerpo se estuviera quebrando desde adentro. Sangre espesa, casi negra, se filtraba por los poros, y sus venas parecían cables retorcidos empujando contra la carne. Cada paso dolía. Pero él no temblaba.

Porque se sentía bendecido.

—Hoy —dijo, alzando las manos ante los fieles reunidos en la plaza central del santuario— ofreceremos fuego. ¡La llama no solo purifica, también revela! ¡Y hoy… hoy, el traidor será el espejo donde todos nos veremos!

Algunos murmuraron. Otros aplaudieron.

La mayoría bajó la mirada.

Tomás había escapado. Pero Elías no gritó. No maldijo. Solo sonrió.

Porque ya no necesitaba palabras para imponer su voluntad.

Solo necesitaba ser visto.

En el centro de la plaza, los monjes construyeron una cruz de madera ennegrecida. A su alrededor, calabazas llenas de aceite, sogas trenzadas, símbolos pintados con sangre de animal. Cada detalle repetía una frase:

"El fuego no mata. Ilumina."

Una niña, de apenas siete años, preguntó en voz alta si eso era cierto.

Su madre le cubrió la boca con fuerza.

Elías caminó hasta la base del patíbulo improvisado y alzó un cuenco de barro.

—Este era el niño que ustedes acogieron —dijo, y vertió sobre la madera un líquido espeso—. Este era el niño que alimentamos. Que protegimos. Que educamos.

El líquido se esparcía como miel negra.

—Y él… ¿qué hizo? ¡Traicionó nuestra luz! ¡Despertó a la radio de los muertos! ¡Nos expuso a la podredumbre del mundo exterior!

Los fieles miraban al suelo. Pero Elías no necesitaba su aprobación.

Porque ya estaba mutando.

Porque el suero que lo había mantenido lúcido durante años —un suero experimental que una vez prometió inmunidad— ahora lo estaba consumiendo desde dentro. Y él lo sabía.

Pero aceptaba el precio.

Mientras tanto, entre corredores húmedos y respiraderos olvidados, Tomás corría.

Las piernas le ardían, y la túnica ceremonial que aún vestía estaba rasgada. Había escapado por un túnel de servicio, una rendija apenas visible detrás de una imagen de la Virgen Crucificada.

Tenía la navaja oculta en la manga. Una mujer se la había entregado antes de la cena. Una mujer sin nombre, de rostro cansado y ojos inundados de compasión.

—Cuando llegue la señal, corre —le había susurrado—. No mires atrás.

Y él corrió.

Pero ahora la señal no había cesado.

Desde las paredes se oían tambores.

Desde los respiraderos, cantos guturales.

La secta entera se estaba preparando para el ritual.

Y lo buscaban.


La mutación

De vuelta en la plaza, los fieles comenzaron a notar que algo iba mal.

Elías jadeaba.

Ya no podía cerrar las manos del todo. La piel de sus dedos se agrietaba como madera seca, y cuando hablaba, su voz traía ecos… como si algo más hablara con él.

—Tomás... —susurró, y sus ojos se oscurecieron—. Eres la llave. Eres el cordero. Eres mi herencia.

Uno de los monjes se atrevió a acercarse.

—Padre… ¿qué le ocurre?

Elías se giró.

Y le arrancó la mandíbula de un golpe.

Ni siquiera pareció moverse.

Simplemente apareció detrás del monje, y lo desfiguró con la fuerza de un animal.

Los demás retrocedieron.

Elías solo respiraba. Pesado. Lento. Como si la tierra misma lo contuviera.

—He visto a Dios —dijo—. Y no es un hombre con barba.

—¿Entonces qué es…? —preguntó una voz temblorosa.

—Es un virus. Y yo… soy su profeta.

Tomás llegó a un balcón interno del santuario, desde donde vio la escena: la plaza llena de fieles, la cruz preparada para él, y a Elías… apenas humano.

Sintió miedo.

No solo por él.

Sino por lo que significaba que esas personas creyeran en eso.

Bajó. Con la navaja en mano.

Y gritó:

—¡No me quemen por sus pecados! ¡No me sacrifiquen por su miedo!

Algunos lo vieron con horror. Otros… con esperanza.

—¡Luciana está viva! ¡Yo creo en eso! 

¡En Javier Prado hay agua, comida… resistencia! ¡Nos mintieron! ¡Nos hicieron creer que el dolor era fe! ¡Que el encierro era redención!

—¡Miente! —bramó Elías desde su trono de piedra—. ¡Él ha sido tocado por el contagio del mundo! ¡Es un hereje! ¡Un apóstol de la perdición!

Tomás lo miró directo a los ojos.

Y por primera vez, vio dolor.

Elías no solo era cruel.

Era un hombre que se había deshecho por miedo.

Que se había convertido en monstruo porque no soportaba la fragilidad.

Porque el mundo lo rompió primero.

Y entonces entendió que para vencerlo, no bastaba con matarlo.

Tenía que mostrarle a los demás que ya estaba muerto.


El Incendio

Un monje dudoso le lanzó a Tomás una antorcha.

El fuego temblaba como el alma de todos.

Tomás lo alzó.

—¡¿QUÉ LOS SALVÓ ANTES?! —gritó—. ¿La sangre o el fuego? ¿La fe o la verdad? ¿UNA RADIO… O UNA CRUZ?

El silencio fue absoluto.

Hasta que una anciana se arrodilló.

Y dijo:

—Mi nieto murió por no escapar. Yo… yo también oí la radio. Yo también quiero correr.

Una mujer más tiró su rosario.

Un joven se levantó con una piedra.

Y el caos estalló.

Tomás arrojó la antorcha contra la cruz, y la plaza ardió.

Elías rugió. Se lanzó sobre la multitud.

Pero algo en su cuerpo falló. Se torció. Su brazo se alargó más de lo debido. Su piel comenzó a desgarrarse por sí sola.

Y mientras el fuego consumía los símbolos, los ídolos, las máscaras…

Tomás escapó.

Esta vez con otros.

Con rostros que ya no rezaban, sino corrían.

En lo alto de una colina, Tomás mira al horizonte. La ciudad se ve a lo lejos: una cúpula brillante bajo las estrellas moribundas.

Junto a él, la anciana, el joven, la mujer sin nombre.

Todos heridos.

Todos renaciendo.

En su bolsillo, un nuevo poema —sin autor:

El fuego me enseñó
que no todos los altares
merecen ofrendas.

Hoy, el sacrificio fue mío.

Pero no seré mártir.

Seré padre otra vez.

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